El efecto Francisco
Un debate en profundidad sobre el futuro divide el mundo católico, que ha estado calmado en términos políticos en el siglo XX. Una situación que empieza a cambiar
¿La misericordia de Dios es preeminente respecto a Su justicia? Esta pregunta, lejos de ser un ejercicio académico de alguna Facultad de Teología, está en el fondo de una disputa con importantes consecuencias políticas. Y no, no se trata de una cuestión del siglo IV, en los estertores del Imperio Romano, ni del XVI, en los comienzos de la Edad Moderna, sino del XXI, con sus comunicaciones instantáneas y globales, su robotización y su búsqueda de la casi inmortalidad. Como si fueran dos inmensos remolinos que empiezan a girar, los partidarios del sí y del no están poniendo en movimiento las aguas a su alrededor. Unas aguas formadas por 1.254 millones de católicos —el 18% de la población del planeta— que durante el siglo XX, especialmente la segunda mitad, han estado relativamente calmadas en términos políticos. Una situación que ha empezado a cambiar. Los remolinos —de tamaño y fuerza diferente— ya están girando, aunque por ahora todavía lentamente.
Para simplificar las cosas, a menudo se presenta lo que sucede en el interior de la jerarquía y la doctrina católicas en términos políticos. Siguiendo este esquema —erróneo—, el papa Francisco encabezaría un bando progresista —lleva la palabra “miserando” hasta en su escudo—, partidario de una mayor apertura a la sociedad, entendida también como adaptación a lo que hay en la calle, aunque en la calle todo esté ya organizado de acuerdo al surgimiento y evolución del Estado moderno. Su exhortación apostólica Amoris Laetitia, de marzo de 2016, constituiría la piedra de toque de esta corriente con la posibilidad de, al menos, discutir la admisión en el centro de la liturgia —la comunión— de personas que no cumplen, por diversas circunstancias, las reglas; los divorciados que tienen otra pareja.
Enfrente, el bando conservador, por simplificar el de la justicia, representado por cuatro cardenales —los alemanes Walter Brandmüller y Joachim Meisner, el italiano Carlo Caffarra y el estadounidense Raymond Leo Burke—, quienes tienen serias dudas de que el documento papal no vaya contra la doctrina asentada por los predecesores de Francisco. Así lo expresaron en septiembre de 2016 mediante una fórmula oficial —dubia— en la que se exige al Papa que aclare las cosas. Sin respuesta hasta hoy.
Según este esquema simplificador, y erróneo, el papa Francisco encabezaría un bando progresista, partidario de una mayor apertura
Y aquí entra en juego el siglo XXI.
Lo que hace unos siglos no pasaría de una discusión intramuros de la que se conocería apenas el resultado, hoy está prácticamente retransmitiéndose en directo, amplificada por el efecto de blogs, webs más o menos especializadas y redes sociales. Sometida también —sino de los tiempos— a su correspondiente ración de fake news y posverdades en el seno de una sociedad laica y unos medios de comunicación que tienden a interpretar el choque según su particular agenda.
El declive de las órdenes religiosas tradicionales está siendo compensado por el crecimiento de movimientos laicos, de militantes con conciencia
En esto, Francisco lleva la delantera. Se trata de un personaje público que goza, hasta el momento, del curioso privilegio de que se pasen por alto no ya sus frases que podrían resultar polémicas, sino incluso fragmentos de esas frases. A dos de sus sentencias más famosas les falta la mitad. A su “¿quién soy yo para juzgar [a un gay]?” se le corta sistemáticamente el anterior “si busca a Dios, y tiene buena voluntad” que cambia bastante el sentido de la frase. Por cierto, pronunciada segundos después de rechazar el sacerdocio femenino con otra frase olvidada: “Esa puerta está cerrada”. A su “salgan a la calle” se le suele omitir el admonitorio “la Iglesia no es una ONG”. Abundan los ejemplos, pero aun así el Papa es alabado por quienes se dicen progresistas en términos políticos, tal vez porque lo consideran un aliado contra la Iglesia conservadora. El enemigo de mi enemigo…
El efectivo discurso del Papa está atrayendo a muchas personas que estaban en la zona tibia, pero sobre todo está haciendo tomar conciencia de pertenencia a algo a millones de personas. Tampoco hay que desestimar el mismo efecto condensador en la zona conservadora en todo el mundo. El declive de las órdenes religiosas tradicionales está siendo compensado por el crecimiento de movimientos formados por laicos activos socialmente y con igual sentido identitario; militantes con conciencia de pertenencia a un cuerpo activo.
El progresivo retorno de la misa tradicional y de prácticas de religiosidad más clásicas o el repunte en ventas de libros de Benedicto XVI en numerosos países —quien, lejos del estereotipo mediático del “frío teólogo alemán”, resulta ser un explicativo profesor que lo mismo hace cambiar al lector su concepción del Padrenuestro que de la idea de soberanía— son indicios claros de ello.
En lo que no caen quienes observan el choque desde fuera es que ambos sectores no son tan antagónicos. Ni siquiera incompatibles. Al final, lo que están empujando ambos es al crecimiento global de una conciencia de identidad religiosa que a su modo considera que la forma de participación católica en la política practicada desde el final de la II Guerra Mundial ha quedado obsoleta. De ahí el hundimiento de los partidos demócrata-cristianos en numerosas democracias.
¿Significa esto una renuncia a la política? Hay significativos ejemplos puntuales en años recientes que indican que no. Al contrario. En 2005, Italia celebró un referéndum sobre bioética que en la práctica ampliaba los términos de la fecundación asistida. Los obispos italianos aconsejaron a sus fieles que, después de misa, dedicaran el domingo a disfrutar de una maravillosa jornada en vez de hacer cola para votar. La abstención fue tan alta que el referéndum fue declarado nulo y la ley no fue reformada. Más al norte, la identidad católica es una de las piezas clave de decisión de voto en las sucesivas elecciones en Polonia.
En Estados Unidos el voto católico dio en 2016 su apoyo a Donald Trump cuando antes se había decantado por Barack Obama en las dos victorias del presidente demócrata. ¿Por qué ahora apoyó a un millonario del juego divorciado varias veces frente a una abnegada esposa que perdonó en público la infidelidad —pública— de su marido? Aborto y matrimonio homosexual tienen mucho que ver. Por cierto, el único acto de la campaña, que no fuera un debate, donde ambos candidatos coincidieron fue en una cena presidida por el arzobispo de Nueva York, Timothy Dolan. Como los hijos de Zebedeo, Trump y Hillary Clinton se sentaron a su derecha e izquierda.
Es cierto que, como todo lo que sucede en la Iglesia católica, esta puesta en marcha identitaria en la esfera pública es un proceso muy lento, pero una vez iniciado resulta difícilmente reversible. En nuestra sociedad del corto plazo tal vez parezca irrelevante. O no. Por ejemplo, cuando Pablo Iglesias dice que “lo importante de verdad es que los católicos y todos los demás podamos ver y escuchar con más frecuencia a Francisco” tal vez no haya caído en la cuenta de que basta con que solamente los católicos que van a misa los fines de semana votaran a un mismo partido para que este obtuviera los mismos escaños que Podemos y sus socios. ¿Misericordia o justicia? Esa es la cuestión.
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