Un conflicto marítimo
El mar del Sur de China se ha convertido en una fuente inagotable de tensiones. Es una salida natural para Pekín, que no está dispuesto a renunciar a su espacio tradicional de expansión hacia el Este
Si hay un punto en el planeta donde EE UU y China, las dos grandes potencias del siglo XXI, pueden llegar a las manos, ése es el mar del Sur de China. Y basta mirar un mapa para comprender por qué. Que China sea tan contundente en sus reclamaciones territoriales en esas aguas es cuestión de política, sí, pero condicionada por la geografía. Salvo los periplos marinos del almirante Zheng He en el siglo XV, el Imperio del Medio miró tradicionalmente hacia los vastos espacios a su oeste para su expansión: su mayor provincia, Xinjiang, en el noreste del país, significa “nueva frontera”. Mientras tuvo una población relativamente limitada, y empobrecida, bastó.
Pero el crecimiento de su población y su explosión económica le han creado nuevas necesidades. Cuenta con solo el 7% de tierra cultivable para alimentar a un 23% de la población mundial. Su auge económico demanda más energía, productos de consumo, materias primas. Por el oeste, pese a la fama de las caravanas de la Ruta de la Seda, es complicado y costoso importar productos: en el camino están los desiertos de Asia Central, la inmensa estepa rusa, las imponentes alturas del Hindú Kush y los Himalayas. Numerosas fronteras conflictivas, cambios de anchos de vía y comunicaciones precarias. Aunque, sí, China también se encuentra inmersa en una ambiciosa iniciativa, la Nueva Ruta de la Seda, que busca crear nuevos trayectos que hagan viable el intercambio de bienes y servicios a lo largo de esos territorios.
La opción más obvia es la salida por mar: dispone de unos 14.500 kilómetros de costa. Pero por el este se enfrenta a lo que llama la “primera línea de islas”: una cadena que comienza en la península coreana, continúa por Japón y Taiwán, sigue por Filipinas e Indonesia y se cierra en Australia. Todos —salvo Corea del Norte— países y territorios aliados de EE UU, y como tales susceptibles de cerrarle el paso en caso de conflicto.
Pese a la fama de las caravanas de la Ruta de la Seda, es complicado expandirse por el oeste
Ante esta evidencia, la alternativa más viable para garantizar el acceso al océano Índico, al golfo Pérsico y los vitales suministros de petróleo es la salida por su costa meridional. Como ha escrito el estadounidense Robert D. Kaplan en La venganza de la geografía, el mar del Sur de China “desbloquea el Índico a China de la misma manera que el control del Caribe desbloqueó el Pacífico a EE UU en la época de la construcción del canal de Panamá”.
Esa zona no solo es clave para China. Por sus rutas marítimas pasa un tercio del comercio mundial; la mitad del suministro de energía del norte de Asia la atraviesan. Es posible que acumule reservas de petróleo o minerales en su suelo.
La alternativa más viable para garantizar el acceso al golfo Pérsico es la salida por la costa meridional
Siempre con el mapa en la mente, China ha construido una gran base marítima en Hainan y fabrica islas artificiales que puedan garantizar el suministro a 2.000 kilómetros de la costa continental china. Mientras, impulsado por la suspicacia hacia su gigantesco vecino, Vietnam ha estado haciendo guiños a EE UU. Filipinas ha seguido el camino contrario: su presidente, Rodrigo Duterte, parece haber llegado a la conclusión de que más vale estar a bien con la potencia más cercana. Malasia también ha iniciado un acercamiento a Pekín.
Otro implicado en las disputas de soberanía es Taiwán, la isla que China considera parte inalienable de su territorio. ¿Por qué esta insistencia? Más allá de argumentos históricos y culturales más o menos discutibles —y no compartidos por la mayoría de los taiwaneses—, volvemos a la geografía. No en vano, el general McArthur describió a Taiwán como un “portaaviones insumergible”. Controlar la isla permitiría a China romper la “Gran Muralla a la inversa” —como han llamado algunos autores a la cadena de territorios proestadounidenses— y contar con una salida franca hacia el este. Allí China mantiene otra disputa, en este caso con su enemigo del alma, Japón, país con vocación de imperio por necesidad.
La reclamación de soberanía sobre los islotes Diaoyu (en mandarín) o Senkaku (en japonés), de nuevo, tiene sentido geográfico: para Pekín, controlarlos le abriría una ventana al este y le permitiría una pinza sobre Taiwán. A Tokio, que las controla de hecho, le permite mantener bien cerrado ese muro de contención frente a su rival.
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