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Cartas de Cuévano
Columna
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Macondo no existe

El pueblo se encuentra en la mirada perdida de quien lee por vez primera a Gabriel García Márquez

Vine a Aracataca porque me dijeron que aquí nació Gabriel José de la Concordia García Márquez y que salió de entre sus campos anchos de platanales interminables para conquistar el mundo, como quien amanece en Yoknapatowpha para guiñarle el bigote a William Faulkner o cruzar al atardecer los campos de Montiel y aterrizar en El Toboso, tan cerca de Consuegra, para seguirle la sombra al Caballero de la Triste Figura en su necia andanza por enamorar a Aldonza Lorenzo, sabiendo que es nada menos que Dulcinea.

Vine desde Cartagena a la vera de una muralla contra el mar que hoy quiere clonar un demente peligroso en medio del desierto de Sonora para que no crucen su frontera inventada los sueños ilusionados de los nuevos caballeros andantes que alivian las hambres de los ogros del Norte y crucé la inmensa Ciénaga de los muertos incontables e imaginé el tren amarillo, fantasma con el que volvió a su pueblo Gabito sabiendo que las mariposas amarillas no eran más que papel de china que flotaba como inmensa nevada de neblina de llanto el día en que nos despedíamos en el Palacio de Bellas de México.

Vi de lejos el muelle donde se embarcó en un ayer el joven periodista soñador de novelista en un buque de vapor y aspas en ruleta como el que llevaba párrafos arriba al fantasma de Mark Twain por el ancho río de una página en blanco. Seguí los rieles del camino amarillo hasta Oz de la selva y dictó el azar que en el instante en que leía el letrero de Aracataca en la vieja estación de los viajes abandonados pasaran a mansalva los 150 vagones de un tren vacío que no lleva más pasajeros que las inmensas piedras como huevos prehistóricos que se bañan inmóviles en las diáfanas aguas de un río invisible.

A pocos metros de los rieles del olvido, se alza el invento de Remedios la Bella flotando encuerada entre un enjambre de maripositas amarillas y bajo el Sol de hierro, la revelación brumosa de un espejismo: Detente viajero que llegas a la región más transparente del aire, la Macondo inventada que todo lector quiere recrear en su mente por una delicada necesidad de asirnos al pretérito y a la imaginación por encima de la realidad oprobiosa de todas las pantallas y los futuros inciertos de un mundo ya demasiado viejo que acaba de nacer en la mirada de los niños encuerados que sobreviven al calor de Cataca quizá con la única esperanza de leer sus propias biografías en las páginas de un libro maravilloso.

Todos queremos creer que existe Macondo en Aracataca: los que llegamos con las hojas de la novela tatuadas al sudor de las solapas y los que habitan las calles polvorientas de una desértica desolación entrañable. Luis Sabat es el último turco de una dinastía que llegó de Palestina a Colombia cuando al mundo le faltaban aún muchas palabras para nombrar las cosas y las personas. Luis Sabat duerme sus días, al filo de los cien años de soledad, bajo un mosquitero improvisado batallando contra la enfermedad del insomnio con la amnesia que le brilla en la memoria de la mirada cuando recuerda que su madre se llamó María y que nació en Belén. Con ella viajó a Palestina a los 5 años de la mano de su padre, ya comerciante en las Cuatro Esquinas de Cataca, para que su hijo conociera el paisaje que hoy confunde con la costa colombiana.

A pocas calles de allí, Rodolfo del Club de Lectura de Cataca abre la puerta de casa de su abuela, María Magdalena, también con cien años de soledad sobre sus hombros. Dice a pregunta que parece inducción que ella fue nana de Gabito, que se portaba a veces necio y que era tenaz y tierno… y uno se pregunta si no será que ya todos somos actores que improvisamos nuestra presencia en la leyenda de una Literatura con mayúsculas para salir en la foto o salvarnos del Infierno e incluso uno se pregunta si el almendro que parece llorar en el patio trasero de su casa de cinco cuartos no sea más que la olvidada ilusión de una niña convertida en ramas de amplias hojas verdes.

Salgo al sopor y un atrevido de motoneta me grita “¡Melquíades!” a doce minutos de que unos niños me pregunten si soy Santa Claus. Rodolfo sugiere entonces visitar mi propia tumba y allí, lejos del panteón y en una orilla del pueblo donde alguien ha logrado coreografiar un silencio se encuentra la tumba desde luego apócrifa de Melquíades, el gigante de los imanes y el astrolabio, el inmenso turco de las barbas sobre la barriga que nadie es capaz de verificar ni de desmentir por el sortilegio de que su nombre de música vocálica ha quedado encerrado en tinta.

De eso se trata: de aquí salió Gabito y no tuvo necesidad de volver hasta ya entrado en años cuando llegó con su madre Luisa Santiaga para vender La Casa que no vendieron, la que sería título de una novela que se llama Cien años de soledad que ahora ha de releerse a la sombra de Vivir para contarlo para que los ojos de todo lector mantengan viva la bendita confusión entre lo verosímil y lo impalpable, la duda metódica entre la comprobación y lo inverificable porque por eso se volvió periodista el más grande novelista del siglo XX y por eso se entiende igual la enredadera de historia y novela que lleva en sus páginas indudables un tal Bernal Díaz del Castillo y por eso cada vez que es leído se encarna la figura imbatible de Alonso Quijano el Bueno.

Tras el telón levita Miguel de Cervantes que murió con una mano adelante y media mano atrás, contrario a Lope de Vega que sigue rondando su casa acomodada en pleno centro de Madrid y tras el telón está intacto Gabriel García Márquez enamorado ya para siempre de la mujer que lo completó durante toda una vida, más de medio siglo que vivieron para verse y florecer en sus hijos admirables y sus nietos entrañables y los amigos imbatibles. Pero aquí está la casa intacta, la hermosa casa que tiene un muerto para cada cuarto, donde camina de madrugada hasta el Sol de hoy la tía bisabuela ciega que se guía solo por los olores y allá el humo incandescente de un pequeño laboratorio de alquimia donde alguien en la nada licúa plomo en plata con forma de pescaditos y al fondo el frondoso árbol que parece llorar con los dedos extendidos hasta tocar el piso como una greña que se agacha de noche.

Que una cosa es Cataca y otra Macondo, siendo las mismas y que una cosa es que se detenga el tiempo en el vuelo de una mosca sobre la flor morada y otra cosa, que pasen los siglos para que la misma mosca le roce los párpados a una muñeca decimonónica que alguien jura que bailó una madrugada anónima de la semana pasada. Macondo no existe para que muy pronto un advenedizo se invente la invasión de mariposas amarillas y el parque temático con inmensos bloques de hielo al filo del paredón de fusilamiento, la caída de mujeres que intenten volar desnudas con sábanas blancas extendidas como alas de algodón que se atan a las espaldas de ángeles y arcángeles abandonados en los patios traseros de las casonas del calor, allí donde come tierra a puños la niña que luego rasca las paredes para su postre de cal. Macondo no existe para que otra generación de políticos engominados se inventen el duelo de su ignorancia o para que los plagiarios irredentos intenten vender como cuentos nuevos los abalorios y esmeraldas que le extraen a los libros de García Márquez y Macondo no existe, aunque parece clonarse, en todos los pueblos del mundo donde el poder llegó para toparse de bruces con el imperio de las cocinas y el cuarto de la bacinicas, los murmullos de las alcobas y el destino imprevisible de los amores contrariados.

Macondo existe en la mirada perdida de quien lo lee por vez primera en un parque del corazón de Manhattan y quien lo cita de memoria en una taberna de Madrid, bajo buganvilias de Coyoacán y un raro aroma de Polonia. Macondo no existe para los necios que farden conocerlo sin atreverse a abrirle sus páginas y para quienes duden de que así pasen los siglos seguirá habiendo en el mundo quien vuele con sus historias y escriba iluminado por sus párrafos porque Macondo no existe… se lee.

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