Trump y la región
Más allá de México, una incógnita mayor de la estrategia del presidente electo de EE UU es Cuba
Todo Donald Trump es una incógnita. En especial en lo referido a América Latina. Sus definiciones sobre la región fueron escasísimas. O derivaron de cuestiones de política doméstica, sobre todo migratorias y comerciales, como sucede con el vínculo con México.
Para despejar el enigma Trump, se podrían buscar pistas en su equipo. Las que aparecen revelan que la región no es una prioridad. El nuevo presidente de EE UU tuvo dos asesores principales de política exterior en la campaña. Uno, el libanés Walid Phares, experto en contraterrorismo, a quien se pronostica un destino en el Consejo Nacional de Seguridad. Phares mantuvo contacto con varios diplomáticos latinoamericanos desde que Trump ganó las primarias. Un detalle interesante: es cristiano maronita. El brasileño Michel Temer, de ascendencia libanesa, fue criado en ese credo.
El otro asesor relevante de Trump en asuntos internacionales es Joseph Schmitz. Entre 2002 y 2005 Schmitz fue inspector del Departamento de Defensa. Debió renunciar, acusado de impedir investigaciones sobre casos de corrupción que involucraban a funcionarios de George W. Bush. Hace tres años, cuando ya no prestaba servicios al Estado, Schmitz fue señalado por alentar a rebeldes sirios próximos a Al Qaeda.
A la sombra de Schmitz puede detectarse el primer y acaso único contacto con América Latina. Su socio en un despacho de abogados es Michael Socarras. Este cubano, que trabajó en el Poder Judicial de Washington DC durante la gestión de Ronald Reagan, se presenta como experto en derechos humanos y accionista de una empresa de energía.
Trump prometió revertir la política demócrata hacia Cuba. Tal vez, ahora que ganó, se proponga algo menos agresivo
El resto de las vinculaciones de Trump con la región pertenece al mundo de los negocios. Trump Real Estate, Golf and Hotel Collection tiene propiedades en Panamá, Punta del Este (Uruguay) y Río de Janeiro (Brasil).
Las definiciones más claras, hasta ahora, sobre la política latinoamericana de Trump correspondieron a Phares. En varias oportunidades explicó que el nuevo presidente es, como buen hombre de negocios, un pragmático, que busca la estabilidad. Y que privilegiará a los socios de EE UU, entre los que mencionó a Colombia, la Argentina y Brasil.
Más allá de las tensiones con México, una incógnita mayor de la estrategia regional de Trump es su relación con Cuba. La Habana se ha convertido en el nudo de dos procesos principales para la estabilidad latinoamericana: el acuerdo con las FARC en Colombia, y la dificultosa mediación entre el régimen de Nicolás Maduro y la oposición venezolana. Ambos movimientos explican el acercamiento de Barack Obama con los Castro. Obama designó a Bernie Aronson delegado para las negociaciones colombianas, una de cuyas claves es que Washington retire a las FARC del listado de organizaciones terroristas. También destacó a Tom Shannon en Caracas, para seguir las tratativas que conduce el Vaticano. Un detalle significativo: durante su primera semana como presidente electo, Trump sólo habló con dos mandatarios latinoamericanos. El mexicano Enrique Peña Nieto y el colombiano Juan Manuel Santos.
Trump prometió revertir la política demócrata hacia Cuba. Tal vez, ahora que ganó, se proponga algo menos agresivo: no avanzar, pero tampoco volver atrás. Además de influir en aquellas dos negociaciones, el vínculo con La Habana gravita sobre la imagen de EE UU en América Latina. Es otra gran pregunta: ¿el ascenso de Trump resucitará el antiamericanismo de los tiempos de Bush hijo? El ecuatoriano Rafael Correa ofreció una respuesta: “A nuestros movimientos les fue mejor con Bush que con Obama”. En la misma perspectiva, el esloveno Slavoj Zizek declaró que él prefería a Trump sobre Clinton por la convulsión que provocaría en el sistema de poder estadounidense.
América Latina depende también de cómo se despeje otra gran cuestión de la presidencia Trump: las relaciones con China. Ese país ya selló con la región un heterodoxo tratado transpacífico. Los chinos se han vuelto hiperactivos para garantizarse la seguridad alimentaria y obtener recursos naturales. Si bajo el gobierno republicano los EE UU se repliegan, es muy probable que China adopte una posición todavía más activa.
Hay, sin embargo, quienes vaticinan otro juego. Son los que apuestan a que Trump negociará posiciones comerciales, pero mejorará el vínculo con Pekín. Se basan en el pragmatismo del nuevo presidente, que aliviará a los chinos de cuestiones que para ellos, en general, son muy molestas. Temas como la democracia o los derechos humanos, que suelen obsesionar más a los demócratas de Clinton o de Obama que al mercantilista Trump.
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