Certezas en la historia
Estudiar el pasado supone salir del tiempo actual para poner sentido en la narración de los que fue y ya no es
Desde que existe, el oficio de historiador consiste en investigar y documentar actos, hechos, vidas, acontecimientos, instituciones, procesos, costumbres, mentalidades, culturas y, con más ahínco en los últimos años, representaciones o historias que se han contado como memorias del pasado. Esa es la primera tarea del historiador: indagar, documentar; eso es lo que le mueve a salir de casa, abandonar el tiempo que le ha tocado vivir, para adentrarse en un país remoto y extraño en busca de las huellas de lo que un día fue y ya no es, del pasado. El de historiador es un oficio para gente curiosa, capaz de salir de sí misma, gente que quiere saber cosas que la experiencia de cada día no le ofrece, quiere saber lo ocurrido en un tiempo que fue y a unas gentes que ya no son.
No hay historiador que no sienta pasión por los hechos del pasado. No es la misma que también puede sentir un policía, un juez, un político, un legislador, que orientan sus miradas sobre actos del pasado para encontrar al culpable de un crimen, emitir una sentencia o usarlo para imponer una creencia o una memoria con el propósito de legitimar su poder; tampoco es la de un memorialista. El historiador no es juez, ni policía, ni político legislador, como no es un gestor de la memoria: no sale en busca del pasado más que con el propósito de documentar, interpretar, comprender, explicar, desentrañar tramas de significado, representar; en definitiva, conocer lo que ocurrió y narrarlo en la plaza pública. Cuando lo logra, es porque ha mantenido como marca distintiva de su oficio lo que Marc Bloch llamó despojo del propio yo como condición de penetrar en la conciencia extraña, separada de él por varias generaciones.
Sin duda, el historiador no puede prescindir de lo que es, de su mirada, de su lengua, de sus experiencias, de su ideología o de su visión del mundo, de su presente, en fin. Es consciente de que el pasado se construye en el presente, y va a su trabajo equipado con todo lo que le constituye en un ser de un tiempo y de un lugar determinado.
Como escribía otro historiador, también judío, Josef Hayim Yerushalmi, lo que le mueve a indagar en el pasado es la pasión austera por el hecho, por la prueba, con la intención única de que nada del pasado se pierda, de interferir en la menor medida posible en las voces que le llegan de otro tiempo. Es esa austeridad o sobriedad, entendida en el sentido de no poner su narración al servicio de nada que no sea el conocimiento de lo que fue y ya no es, lo que le obliga a abrir los oídos para no perder ni un matiz, ni un susurro de las voces que le llegan del pasado.
Cuando comienza su trabajo, no sabe lo que va a encontrar y permanece abierto a cualquier eventualidad. La sorpresa del hallazgo es parte fundamental del placer de este oficio: tropezar con algo no esperado, que obliga a modificar o reelaborar o enriquecer hipótesis, a darles mayor profundidad, a situar lo que ha descubierto en un contexto inacabado, a formular nuevas preguntas, a comenzar y recomenzar una y otra vez en un apasionante trabajo sin fin porque al cabo la verdad nunca es una posesión sino un horizonte.
Tras la indagación, habrá que elaborar lo hallado para que hable: “la historia nunca es mera crónica de hechos, sino un intento de reconstrucción espiritual y humana”, decía Pere Bosch Gimpera en 1937. Y los autores del diccionario de autoridades ya sabían, a mediados del siglo XVIII, que la historia es una “relación hecha con arte: una descripción de las cosas como ellas fueron” y que “el primor de entretejer los sucesos a fin de que parezcan los unos digresiones de los otros, es la mayor dificultad de los historiadores”. Dificultad porque lo que enseña la práctica de este oficio es que, como respondieron Perry Anderson y Carlo Ginzburg a Hayden Waite, la representación tiene límites exteriores a ella: los hechos documentados que imponen una trama en la que nada de lo encontrado se puede suprimir, esa supressio veri que marca indefectiblemente los relatos de memoria cuando olvidan o borran aquello que daña el fin para el que se recuerda, como Stalin suprimiendo a Trotsky de la foto para así imponer la memoria de la revolución sobre la que él construía su poder absoluto.
De manera que la narración en la que el historiador presenta en el espacio público el resultado de su indagación es siempre una recreación, una invención, como también lo es una novela, una película, un monumento: no hay forma de representar el pasado que no sea invención del sujeto que narra. Pero esa invención, para ser historia, para que aspire a narrar el pasado tal como fue, tiene que sentirse en todos sus pasos severa, firmemente constreñida por los hechos investigados y documentados, esto es, por eso que hoy no goza de buena fama, lo real como distinto del sujeto, una realidad que está ahí, fuera del texto, que solo percibimos cuando nos ponemos a la escucha de las voces del pasado y que impone una constricción a nuestra libertad de intérpretes, una disciplina narrativa, no para luego esgrimir la verdad como un trofeo al fin conquistado, sino para avanzar en el camino de su búsqueda.
En tiempos que ahora suenan lejanos, C. Wright Mills escribió que el historiador representa la memoria organizada de la humanidad, y que esa memoria, en cuanto historia escrita, es enormemente maleable. Que lo sea no impide que únicamente sobre hechos registrados pueda elaborarse una narración verídica que es a todo lo que puede aspirar el historiador. Cierto, nadie tiene el monopolio del pasado, no lo tiene el historiador, tampoco los gestores de memoria ni los constructores de identidades. Tony Judt decía a Timothy Snyder que de esas dos hermanastras que son la memoria y la historia, ésta era hoy la menos solicitada del baile, aunque, antes o después, el péndulo oscilaría hacia el otro lado: la historia como disciplina narrativa sólida volverá, pensaba Judt. De hecho, nunca se ha ido y nunca se irá porque de ella depende que nada de lo ocurrido se borre para siempre. Por eso, quizá la figura ideal de nuestra relación con el pasado, la que define a una sociedad que cultive una conciencia de sí crítica y, por la misma razón, abierta al futuro sea, como escribió el último Paul Ricoeur la de “una memoria instruida por la historia y frecuentemente herida por ella”.
Santos Juliá es historiador. Su último libro publicado es Nosotros, los abajo firmantes. Una historia de España a través de manifiestos y protestas (Galaxia Gutenberg).
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