La cara oculta de la tragedia de los refugiados sirios en Jordania
Más del 80% de los civiles huidos del conflicto sobreviven en situación de exclusión social
“Hace dos meses que no puedo pagar el alquiler del piso”, reconoce con infinita resignación Ahmed, de 34 años, que se marchó con su familia de Idlib, en el norte de Siria, pocos meses después de comienzo de la guerra en 2011. Es uno de los refugiados más afortunados. Gracias al largo oficio en la peluquería de su propiedad que dejó abandonada en su ciudad natal, sobrevive cortando el pelo, sin permiso de trabajo, en el salón de un jordano que se queda a cambio con la mitad de los ingresos. “Un mes con otro gano 250 dinares (unos 315 euros), pero pago más de 200 dinares de renta, si se suman todos los gastos. Salimos adelante como podemos”, explica desde su casa —un lóbrego semisótano en Hashimi al Ghandi, una barriada de la periferia de Amán— sentado sobre colchones que hacen también de camas por la noche junto a sus hijas Nadil, de nueve años, y Rimaz, de cinco. Una bombilla blanca de bajo consumo y una placa con versículos del Corán decoran la pieza. Rasha, su esposa, está embarazada por tercera vez a los 30 años. “Aún no sabemos cómo costear los gastos del hospital”, se pregunta en voz alta.
Tres meses bloqueados en el infierno del desierto sin ayuda
Médicos Sin Fronteras (MSF) ha denunciado este jueves que, tres meses después de que Jordania sellara sus fronteras con Siria, más de 75.000 refugiados sirios siguen bloqueados en la berma de Rukban, un área desértica de la frontera del noreste de Jordania. Heridos de guerra sirios que necesitan una evacuación médica de emergencia se ven también privados de atención médica vital en Jordania.
Tras el atentado con un coche bomba en la zona, en el que murieron siete soldados jordanos el pasado 21 de junio, Amán cerró completamente sus fronteras con Siria. MSF asegura que desde entonces los refugiados solo han recibido unas pocas distribuciones de agua y un único suministro de alimentos, y no han dispuesto de atención médica de ningún tipo.
Amnistía Internacional ya reveló hace una semana el crecimiento del número de tumbas en improvisados cementerios surgidos en la berma, según muestran imágenes captadas por satélites. El Gobierno ha prohibido el acceso a la región a las agencias humanitarias y a la prensa internacional. Las autoridades consideran que entre los refugiados puede haber militantes yihadistas que tratan de infiltrarse en Jordania mezclados con los civiles sirios.
Después de más de cinco años de conflicto, la mitad de los 22 millones de sirios se han visto desplazados de sus hogares. Cerca de cinco millones han huido del país. De ellos, 650.000 — se han registrado como refugiados en Jordania (6,5 millones de habitantes), aunque las autoridades de Amán duplican esa cifra al incluir a los que han entrado de forma irregular. Viven entremezclados con la población local —con la que comparten lengua, cultura y religión—, aunque, salvo excepciones, en situaciones de marginalidad social.
Los campamentos de Naciones Unidas, como el de Zaatari (norte de Jordania), que llegó a ser el segundo mayor del mundo, se han quedado pequeños para recibir el aluvión de refugiados desencadenado por la guerra. En este páramo de clima extremo próximo a la ciudad de Mafraq viven hacinados ahora 80.000 sirios, de los que la mitad son menores de edad. Más hacia el este, otros 40.000 civiles se han instalado en el aún más desértico campamento de Azraq.
Los exiliados sirios, dispuestos a trabajar en cualquier sector por bajos salarios, provocan tensiones en el mercado laboral jordano. Husam, de 35 años y originario de Deraa (sur de Siria), se ofrece para trabajar —“en lo que sea, valgo para todo”— en un punto cercano a la entrada principal de Zaatari. Son siete en la familia, cada uno de los cuales recibe 10 dinares al mes y algunos cupones para comprar comida del Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados.
Camina con dificultad. Hoy no ha tenido suerte. Las furgonetas que transportan a los peones sirios regresan al caer la tarde a uno de los accesos irregulares del campamento. Faruk, de 17 años, vuelve contento del campo con su cuadrilla, casi todos de la provincia de Homs, en el centro de Siria, entre repentinos remolinos de una tormenta de arena: “Hoy he cobrado siete dinares”. Además del jornal ganado a destajo, regresan con un cubo repleto de tomates recién cosechados que podrán vender entre sus compatriotas refugiados.
Naciones Unidas tiene presupuestados en 2016 más de 4.000 millones de euros para cubrir las necesidades de los refugiados sirios en el exterior. En septiembre aún no se ha cubierto el 40% de las previsiones de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) de la ONU. A pesar de carecer de permiso de trabajo, los refugiados tienen que salir de sus campamentos o instalarse en las ciudades para subsistir.
Ramza, al norte de Amán y en la misma línea de la frontera, se ha convertido en una pequeña Siria. Lawrence —“así me llama todo el mundo”, por la película, bromea—, de 34 años, espera recibir pronto el visado para emigrar a Canadá. Le van bien las cosas, gestiona el comercio de ultramarinos El Sirio junto con un socio jordano en pleno zoco de Ramza. No ve su futuro ni el de los suyos en un lugar al que suele llegar el eco de las bombas: “La guerra no se acabará antes de 10 años, y yo quiero empezar una nueva vida en London, en el Estado de Ontario, junto con con otros familiares que ya viven allí”.
"A veces tengo que vender algunos cupones de comida de la ONU para que no nos corten la luz"
La población de Ramza (60.000 habitantes) casi se ha duplicado tras la llegada de los refugiados sirios, la mayoría desde la cercana Deraa. Hayat, de 30 años, también quiere irse a vivir a Ontario con sus primos. “Mis dos hijos menores padecen diabetes, aquí no hay forma de tratarlos”, revela. Después de cruzar la frontera permaneció varias semanas en Zaatari. Su marido consigue trabajo de vez en cuando para pagar 160 dinares mensuales por el alquiler del piso. “A veces tengo que vender algunos cupones de comida de la ONU para que no nos corten la luz”, admite con un gesto de dignidad de madre ante la miseria.
Sus hijos, como los de su vecino Jalal Ibrahim, asisten por las tardes a clase a un colegio público jordano. El Gobierno de Amán parece haber logrado escolarizar en el curso que comenzó este mismo mes a los 90.000 niños sirios que no recibieron educación el curso pasado. Más de 200 centros operan en todo el país en régimen de doble jornada —los alumnos jordanos por la mañana, los sirios por la tarde— para poder atender a la creciente población escolar. Un 15% de los menores sirios se ven obligados, sin embargo, a trabajar en Jordania para ayudar a sus familias.
Jalal, de nueve años, y Shamir, de cinco, no se separan ni un momento de su hermana Farrah, de cuatro. Son los hijos Jalal Ibrahim, un gruísta –originario también de Deraa– de 55 años cuya esposa falleció hace pocos meses a consecuencia de un cáncer. Sus cuentas de viudo son imposibles. “Recibo 185 dinares al mes y cupones de comida, pero la casa me cuesta más de 150. No puedo trabajar porque tengo que cuidar de mis hijos. Ahora también soy su madre”, asegura sin dejar de fumar ni un instante mientras la pequeña Farrah le devuelve una sonrisa que le conmueve. “La gente —nuestros amigos sirios, nuestros vecinos jordanos— nos ayuda en lo que puede”, reconoce. “Solo así podemos salir adelante en medio de esta tragedia”.
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