Proteged a la tribu
Los conceptos de genocidio y crímenes contra la humanidad reflejan la tensión entre la defensa del grupo y el individuo. Enfatizar la identidad colectiva tiene su fundamento, pero conlleva peligros
En la primavera de 2010 recibí una invitación inesperada de la Universidad de Lviv, en Ucrania, para pronunciar una conferencia sobre mis escritos y sobre los crímenes contra la humanidad y el genocidio, el legado de los famosos juicios de Núremberg. Mientras preparaba la charla, me sorprendió descubrir que el hombre que había inventado la palabra genocidio había vivido en Lviv e incluso había estudiado en la facultad de Derecho que me había invitado. Se llamaba Rafael Lemkin y en 1921 llegó a Lviv, donde permaneció hasta 1926, cuando obtuvo su doctorado en derecho penal. Lemkin se incorporó después a la fiscalía pública en Varsovia. En 1933 escribió, para una reunión de la Liga de Naciones en Madrid, un breve ensayo en el que proponía nuevas figuras delictivas internacionales, con el fin de combatir la “barbarie” y el “vandalismo” entre los pueblos y las culturas. Su prioridad era la protección de los grupos, a los que a veces denominaba “minorías”. Sus ideas se difundieron, pero no llegaron a fraguar porque Hitler acababa de hacerse con el poder en Alemania. En septiembre de 1939, Alemania ocupó Polonia y Lemkin huyó a Suecia. En 1941 dejó Estocolmo para dirigirse a EE UU, a dar clases en la Universidad de Duke. En 1944 publicó un libro —Axis Rule of Occupied Europe (El Gobierno del Eje en la Europa ocupada)— cuyo capítulo IX se titulaba ‘Genocidio’. Lemkin había inventado una nueva palabra para un nuevo crimen: la destrucción de grupos, una amalgama de la palabra griega genos (tribu o raza) y la terminación latina cidium (el acto de matar).
En 1945, el Gobierno de EE UU contrató a Lemkin para que trabajara en el proceso de Núremberg. Allí impulsó su idea de genocidio y de que la destrucción de grupos humanos —polacos, judíos, gitanos— era el crimen más espantoso, y sintió una profunda decepción cuando vio que la Carta de Londres no mencionaba ninguna de las dos cosas. Siguió batallando y voló a la capital británica, donde estaban preparándose los pliegos de cargos contra los acusados. A pesar de que genocidio contaba con la firme oposición de los estadounidenses —inquietos por la discriminación que sufrían los afroamericanos— y los británicos —preocupados por su legado colonial—, la palabra entró en el documento. Lemkin se sintió “muy satisfecho” por este primer uso del término en el derecho internacional. Con él se acordó una definición: el “exterminio de grupos raciales y religiosos”.
Lemkin inventó en 1944 una nueva palabra para un nuevo crimen: “El exterminio de grupos raciales y religiosos”
El fallo de Núremberg, dictado el 30 de septiembre de 1946, hace exactamente 70 años, no mencionaba el genocidio, pero dos años después, en 1948, Lemkin convenció a los Estados para que aprobasen la convención para la prevención y la sanción del delito de genocidio. Al mismo tiempo se aprobó un instrumento paralelo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sobre la protección de las personas, el mismo enfoque que refleja la idea de crímenes contra la humanidad, introducida en el derecho internacional a iniciativa del profesor de Cambridge Hersch Lauterpacht, que también había estudiado en la Universidad de Lviv. Desde entonces, los conceptos de crímenes contra la humanidad y genocidio han entrado a formar parte del discurso internacional y, aunque no hayan impedido las atrocidades de masas —pensemos en Ruanda y Yugoslavia en los años noventa, o Siria e Irak hoy—, para muchos es como si existieran desde siempre. No es así: son obra de unas mentes creativas e imaginativas, las de Lemkin y Lauterpacht, y existe entre ellas una tensión fundamental.
El fallo de Núremberg, dictado el 30 de septiembre de 1946, no mencionaba el genocidio
Lauterpacht quería proteger al individuo y pensaba que la obsesión de Lemkin por el genocidio y los grupos era peligrosa, una idea que acabaría sustituyendo la tiranía del Estado por la del grupo. Mi propia experiencia me hace coincidir bastante con esta opinión, porque he observado que el énfasis en proteger a un grupo contra la violencia de otro tiende a reforzar el sentimiento de que hay un ellos y un nosotros y a aumentar el poder de la identidad y la asociación colectiva de grupo, que es un sostén importante pero también una fuente de peligros. ¿Por qué ocurre así? Para demostrar un genocidio, hay que demostrar la intención de destruir a un grupo total o parcialmente, y he visto de primera mano que ese proceso puede reforzar el sentimiento de víctimas del grupo en cuestión y el odio hacia el grupo al que pertenecen los agresores. Sin embargo, comprendo el propósito de Lemkin y reconozco que, en la mayoría de los casos (o incluso todos), las atrocidades de masas se dirigen contra unas personas determinadas porque forman parte de un grupo, no por sus características individuales. El derecho debe tener en cuenta una realidad tribal, podría haber dicho Lemkin, y reconocer nuestro sentimiento de afiliación a los grupos a los que casualmente pertenecemos. Recordé ese sentimiento hace poco, mientras escribía un perfil de Jan Kizilhan, el médico alemán que ha creado un programa para ayudar a las mujeres y niñas yazidíes torturadas y violadas por individuos relacionados con el ISIS. Kizilhan dice que existe una relación entre la posibilidad de justicia y el bienestar futuro de las víctimas. Calificar esas atrocidades de genocidio es un primer paso, y él se alegra de que el Parlamento Europeo, el Gobierno de Obama y el Parlamento británico utilicen el término. “Llamarlo genocidio”, explica, “reconoce la identidad del grupo, lo que se le ha hecho y su derecho a existir”.
No obstante, a mí me preocupa la jerarquía que se ha creado, y que coloca el genocidio en lo más alto de la escala de los horrores, como si los demás crímenes internacionales fueran menos malos. Si se dice que una cosa es genocidio, la noticia aparece en la primera página; si se dice que es un crimen contra la humanidad, en la página 13ª. Es una cuestión que tiene hoy más importancia que nunca, en la medida en que el veneno de la xenofobia y el nacionalismo vuelve a recorrer las venas de Europa, como veo en mis viajes a las regiones centrales y orientales del continente.
Defender a un grupo de la violencia de otro es un sostén importante, pero también una fuente de peligros
También en el Reino Unido se están produciendo cambios acordes con la política identitaria. La victoria del Brexit se debió en gran parte al miedo a la inmigración. Tenemos a un exalcalde de Londres que evoca de forma ofensiva a Hitler como partidario del sionismo y a otro que insinúa que la UE y el líder nazi, en vierto modo, tienen objetivos comunes. Este es el contexto que hace que mis opiniones oscilen entre las de Lauterpacht y Lemkin, la persona y el grupo, el realismo del segundo y el idealismo del primero. Valoro la fuerza de los dos argumentos y soy consciente de la tensión y la lucha entre lo individual y lo colectivo, entre los crímenes contra la humanidad y el genocidio, una lucha que no se va a resolver a corto plazo. El derecho internacional actual tiene en cuenta los dos y me deja atrapado entre la cabeza y el corazón, el intelecto y el instinto: sé que es necesario apreciar el valor intrínseco de todos los seres humanos, pero comprendo el atractivo de la lealtad a la tribu.
Philippe Sands es profesor de Derecho en el University College de Londres y abogado en Matrix Chambers. Su libro East West Street: On the Origins of Genocide and Crimes against Humanity aparecerá en español en 2017 publicado por Anagrama.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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