Votar hasta lograr el resultado
El abuso de los plebiscitos se ha convertido en América Latina en un síntoma de la debilidad institucional
Los plebiscitos tienden a utilizarse en diferentes rincones del mundo como un instrumento de poder, y no de democracia. En contextos autoritarios, se emplean como señales de fuerza, para adular a los líderes y mostrar capacidad de movilización de la gente (como claro mensaje dentro y fuera de las fronteras). En regímenes semidemocráticos sirven para esquivar los pesos y contrapesos clásicos, generalmente otros poderes del Estado molestos, como los parlamentos o el poder judicial. En contextos democráticos, en cambio, los plebiscitos responden a los deseos de alguien de ahorrarse una decisión costosa, como instrumento de desempate entre poderes o para apaciguar a la política interna del partido o coalición gobernante.
Ciertamente muchos analistas señalan que en América Latina los votos populares orquestados por las autoridades conducen al cesarismo y al debilitamiento de las instituciones republicanas. Concuerdo plenamente en que existe una relación entre ambos, salvo que invertiría la causalidad: el tener instituciones republicanas débiles es, en general, una condición para el uso perverso de los plebiscitos. Cuando todo el poder del Estado se concentra en una reforma política determinada, difícilmente una consulta popular frenará el objetivo planteado. Todavía recuerdo perfectamente cuando el presidente venezolano Hugo Chávez perdió su apuesta por la reforma constitucional que le permitía la reelección en 2007. En la mismísima noche en que se conocieron los resultados, anunció que iba a repetir su intento “tantas veces como fuera necesario”... como sucedió a principios de 2009.
Por supuesto, no todos los plebiscitos son iguales. No obstante, ya sea por acción u omisión, no encajan demasiado bien en la gran foto democrática, ya que cuestionan el funcionamiento responsable de una democracia. Pueden ser usados con fines cortoplacistas o egoístas, e instrumentalizados por los poderosos de turno. Pero no olvidemos que el abuso de cualquier instrumento político, por ejemplo de los vetos o los decretos presidenciales, también trae aparejadas las mismas consecuencias corrosivas para las instituciones republicanas (recordemos la Argentina de Menem).
Sin embargo, contrariamente a lo que muchos se empecinan en demostrar, incluso cuando son impulsadas desde arriba, las consultas populares no necesariamente tienden a ser sistemáticamente favorables a la postura del Gobierno de turno. La evidencia enseña que los mecanismos de la democracia directa son menos manipulables de lo que suele creerse. En los últimos 40 años, se han celebrado en América Latina 109 consultas populares impulsadas por las autoridades en forma de plebiscitos o referendos obligatorios. Un total de 64 (el 58%) recibieron el apoyo popular; 45 fueron rechazados. Tampoco existe una aceptación automática de los veredictos que emanan de la ciudadanía, sea vía iniciativa popular o referéndum contra las leyes. De las 18 consultas desde abajo, nueve salieron adelante.
La democracia directa es un peligro cuando las otras piezas (parlamento, justicia) no gozan de buena salud
En contextos de exigua calidad democrática, estas votaciones pueden constituir pequeñas ventanas de oportunidad para los opositores. En varias ocasiones, y no sólo en Venezuela, las ciudadanías cuentan con la capacidad de articular posiciones que trascienden lo que las autoridades desean y se constituyen en un punto de veto; incluso en terribles contextos autoritarios (sea el de Uruguay en 1980 o el de Chile en 1988, cuando el no a la continuidad de Augusto Pinochet dio paso a la celebración de elecciones democráticas un año después). Por cierto, este ejercicio de veto puede ser activo (votando en contra de los designios del Gobierno de turno, como en el caso de la reelección presidencial de este año en Bolivia), o pasivo: simplemente no yendo a votar, con lo que se no se logra el quórum que, en algunos países, es necesario para aprobar la reforma (como ocurrió en Colombia en 2003).
Quizás los ciudadanos tienen mayor capacidad para separar las aguas de lo que muchos analistas creen. Esto me empuja a realizar una pregunta compleja (y peligrosamente contrafáctica): ¿estuvo, por ejemplo, la Venezuela de Chávez peor con plebiscitos de lo que hubiese estado sin ellos? Más allá de que cualquier respuesta que se esgrima es pura conjetura, ésta posiblemente sería un “no necesariamente”. De lo contrario, por ejemplo, la reforma constitucional plebiscitada en 2007 hubiese sido aprobada con una notable facilidad gracias a las mayorías extraordinarias de las que gozaba el Ejecutivo en la Asamblea Nacional.
La democracia directa no es necesariamente adversa a la democracia representativa, sino que, bajo ciertas condiciones, puede serlo. La democracia directa puede ser un juego peligroso cuando las otras piezas clave del andamiaje institucional no gozan de buena salud (parlamento, partidos políticos, justicia, etc.). Mientras en algunos países los votos populares y directos han pasado casi inadvertidos (por ejemplo, en Uruguay), en otros han desatado conflictos. En Honduras, por ejemplo, el intento del depuesto presidente Manuel Zelaya de instrumentalizar una consulta con la evidente ambición de ser reelegido condujo al primer golpe de Estado en América Latina en lo que va del siglo XXI.
Esgrimir conclusiones taxativas sobre las supuestas consecuencias positivas o negativas de la democracia directa, sin considerar el tipo de instrumento utilizado y el contexto, es un grave error. Si bien este argumento parece nimio, no lo es.
David Altman es profesor en el Instituto de Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
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