Refugiados en el infierno
Los migrantes están atrapados entre un Estado turco impotente y las mafias que los acosan
Todo pasa como si, para Europa, se hubiera resuelto de modo satisfactorio la tragedia de los refugiados. El acuerdo con Turquía, las devoluciones masivas con mano dura y la casi militarización de las fronteras marítimas en el mar Egeo con la complicidad forzada del Gobierno griego, la transformación de los campos de refugiados en campos de retención, y el desinterés previsible de los medios de comunicación, actúan como una cortina de hielo sobre la vida de millones de seres humanos indefensos e inciertos sobre su futuro.
La catástrofe humana que han sufrido los refugiados se vuelve en manos de los que debieran socorrerlos en segundo castigo contra ellos. Para justificar esta situación, Europa, antes que todo, ha recurrido a un artefacto jurídico que le permite lavarse las manos de la sangre de los refugiados: ha declarado que no se trata de “refugiados” sino de inmigrantes, unos totalmente ilegales otros también, pero que, al iniciar los trámites de sus casos en Turquía, podrían ser considerados refugiados.
Esa malversación semántica permite no aplicar la Convención de 1951 sobre la protección de los refugiados y, en la misma operación, declara ilegales a los sirios, iraquíes y afganos perseguidos en sus países y detenidos ahora en campos fuera de la Unión Europea.
Turquía, como se podía prever, está desbordada por la presencia ahora de unos tres millones de refugiados; no tiene los medios suficientes para atenderlos y, sobre todo, comparte la misma postura jurídica que Europa; es decir, que no otorga el estatuto de refugiados a estas personas sino que les considera inmigrantes forzados pero jurídicamente ilegales. De ahí que las condiciones de vida en los campos sean infrahumanas, que los refugiados estén atrapados entre un Estado turco impotente y unas mafias que les acosan.
El reasentamiento obligatorio de más de 264.000 refugiados sirios en los campos fronterizos del sur del país se hizo en condiciones dramáticas y sin el mínimo respeto de las ayudas necesarias. Las peticiones de asilo no tienen plazos definidos, no hay ayuda alimentaria real para las familias y menos aún alojamientos. En realidad, pese a todos sus esfuerzos, Turquía no es un país seguro. La hipocresía infinita de Europa en hacer creer esto legitima la no protección de los refugiados en este país. De ahí también viene la idea, cada vez más imperante, de que las condiciones que prevalecen en Turquía para la acogida de los refugiados son normales y casi comparables a las que Europa proporciona. ¿Será que el parangón en esta materia no es la convención de protección de asilo sino las normas que prevalecen en Turquía?
Por su parte, en la víspera del Día Mundial de los Refugiados, Europa impone un nuevo marco de referencia a todos los que quieren verla más solidaria y humana: nos obliga a luchar no para respetar los valores fundamentales que presiden su existencia sino para demostrar que los refugiados son auténticos refugiados, y no ¡inmigrantes ilegales! Eso se llama una derrota moral.
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