Caracas se autoimpone un toque de queda
La crisis económica y la falta de seguridad han mermado el ocio nocturno en la capital venezolana, antaño intenso y con una variada oferta musical y de locales
Los compases de Seek&Destroyde Metallica marcan el ritmo con el que se preparan los tragos en el Greenwich. Son las diez de la noche de un sábado en Caracas y de la velocidad con la que se sirve la bebida se entendería que el local está a reventar. Delante de la barra apenas hay un par de asiduos clientes que no levantan la pantalla de su celular, una pareja con la sensación de haberse equivocado de antro y un tipo, sombrero en ristre, que deambula con la mirada perdida propia del que ha galopado la noche durante años. “Seguimos manteniendo la esencia del local”, trata de justificar entre risas uno de sus dueños mientras prepara con ahínco un cóctel indescifrable: “Pero sí, las cosas han cambiado”.
Quienes la vivieron aseguran que hace 10 años la noche caraqueña era intensa, con una buena oferta musical de bandas locales y un circuito variado para todos los gustos. La inseguridad y la crisis económica han forzado un toque de queda autoimpuesto. El 63% de los venezolanos ha limitado en el último año sus actividades de recreación y diversión, según la Encuesta de Condiciones de Vida que elabora la Universidad Católica Andrés Bello junto a varias organizaciones.
Un golpe de realidad si se tiene en cuenta que el clima de Caracas es una invitación a estar en la calle. Ya no hay rastro, sin embargo, de las terrazas en el bulevar de Sabana Grande ni locales al aire libre más allá de los que están cerca del cielo, en lo alto de los hoteles, prohibitivos para la mayoría de los venezolanos. Las fiestas en las casas se han convertido en el subterfugio de quienes siguen optando por ver amanecer antes de dormir; algo, las ganas de rumba, que será lo último que pierdan.
La crisis económica y la hiperinflación han terminado por rematar el disfrute. Las tascas del municipio de Chacao, esas que mantienen viva la esencia y herencia del bar típico español, resisten como pueden. “Sigue viniendo gente, pero claro, no es como antes, y conseguir los productos cada vez es más complicado”, se resigna Antonio, dueño de La Barrita, español de nacimiento, venezolano de adopción y convicción. La inflación —del 180,9%, según datos oficiales; del 700%, según el Fondo Monetario Internacional (FMI)— le atormenta. En el último año tuvo que cambiar los precios cuatro veces. En lo que va de mes de mayo, dos, sobre todo después de que la empresa de bebidas Polar decidiese detener la producción de cerveza en el país por falta de divisas. Antes, la podía cobrar a 400 bolívares. La semana pasada estaba a 800. Aplicando la tasa del mercado negro —1.050 bolívares por dólar—, a la que casi todo el mundo recurre, el salario mínimo de un venezolano equivaldría a poco menos de 20 dólares. “Hemos tenido otras crisis, pero esta es la peor. Ahora, ¿adónde te vas a ir?”, se pregunta.
“La respuesta al miedo es la inhibición y eso ha aumentado considerablemente en los dos últimos años. Ha ido afectando a distintos grupos sociales, pero ahora ya golpea a todo el mundo. Lo que hay es una pérdida de la ciudad y la libertad”, opina Roberto Briceño, director del Observatorio Venezolano de la Violencia. “Antes te podían robar, pero ahora te matan, eso merma las horas y las ganas de salir de la gente”.
En el último año, nueve de cada diez venezolanos consideran que la violencia ha aumentado en el país y en uno de cada cuatro hogares hubo un miembro víctima de un delito. Venezuela, con una tasa de homicidios de 90 por cada 100.000 habitantes, se convirtió el pasado año en el país más violento del mundo. “El deterioro se ha incrementado en los últimos años. Uno sale por la mañana y se encuentra con una falla en el metro, y cuando vuelve a su casa por la noche, con que igual no tiene luz. La gente está arrecha [enojada]”, añade Genny Zúñiga, socióloga de la Universidad Central de Venezuela.
Violencia persistente
La violencia ya no solo supone perder la vida. A medianoche, la avenida Libertador, una de las arterias de la capital, se ha convertido en una escena desoladora. Tomar una foto que lo evidencie, es decir, detener el coche, bajar 30 segundos y disparar la foto, incomoda demasiado. No hay ojos suficientes para mirar por si aparece alguien.
El Maní, en la zona de Sabana Grande —donde aún pervive el Callejón de la Puñalada o más hacia el centro Moulin Rouge—, resiste como solo lo hacen los lugares donde en algunos momentos pasaron grandes cosas.
Bajo la mirada de Héctor Lavoe desde un póster carcomido por el tiempo, Jorge, el actual propietario, trata de mirar con optimismo al futuro. “Esto algún día tendrá que mejorar, al venezolano le gusta salir”, dice mientras al fondo toca una banda cubana para apenas una decena de personas. Jorge se felicita porque su local “es el más seguro de la ciudad”. Lo suyo le cuesta. Incrustado en medio de una calle, tiene repartida seguridad en las dos esquinas y en la puerta. A veces, ni eso es suficiente: “Hace poco intentaron robar a una pareja, se fueron a denunciar y al hombre se lo llevaron detenido. ¿Sabes quién regresó antes al bar?”.
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