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ABRIENDO TROCHA
Columna
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Minería: más Estado = más inversión

En América Latina se suceden los conflictos sobre temas ambientales o territoriales

Diego García-Sayan

Bloqueos de carreteras o de ríos amazónicos por poblaciones erizadas contra inversiones inmensas —mineras o petroleras— percibidas como peligrosas para su territorio o sus ríos son parte del paisaje de hoy. La experiencia latinoamericana reciente va demostrando que los Estados no aciertan aún a saber qué hacer frente al conflicto social contra ese tipo de proyectos de inversión. Mientras prevalecen prácticas básicamente reactivas, no asoman aún políticas públicas preventivas adecuadas.

El viejo dogma de muchos neoliberales de que “a menos Estado, más inversión” no es cierto; se demanda y espera de un Estado fuerte y eficiente —con razón— en áreas críticas como la seguridad o la infraestructura. O en la administración de justicia, para resolver conflictos o perseguir el delito. Tradicionalmente se espera, sin embargo, que el Estado “no se meta” en la ejecución de los procesos de inversión pero tiene que hacerlo.

El sector primario exportador (minería y petróleo, en particular) ha sido decisivo en el crecimiento económico latinoamericano de más del 80% en el lapso 2004-2014. También en la disminución de la pobreza; por ejemplo, la población pobre en Perú bajó del 49% (2005) al 23% en 10 años. Al enfriarse la economía global y disminuir dramáticamente los precios de los minerales y el petróleo, las perspectivas económicas latinoamericanas se ven ensombrecidas y estos logros amenazados. Pero hay otro fantasma que pone en riesgo muchos proyectos de inversión: la conflictividad social. Esta sube como la espuma y no se tiene siempre una visión panorámica de algo que no es aislado sino generalizado. El Observatorio de Conflictos en América Latina ha detectado 215 conflictos en 19 países sobre temas ambientales o territoriales vinculados a la inversión minera y petrolera.

Sería una simplificación reducirlos a que son “obra de agitadores” omnipresentes; equivocado, también, no dimensionar la seriedad del problema sin desarrollar nuevas prácticas y políticas públicas. Hay evoluciones en la dinámica social y en las propias empresas que tienen que ser entendidas y atendidas. Si antes la conflictividad en el sector extractivo se daba, ante todo, en el terreno laboral/sindical, ahora gira alrededor de temas ambientales y territoriales.

Sin negar que en ocasiones hay “incentivadores” políticos a favor del conflicto, el hecho de fondo es que hoy la población está más y mejor informada, tanto de algunas pasadas experiencias de inversión desastrosas como de sus derechos actuales. Que incluyen, entre otros, la obligación internacional de “consulta previa” establecida en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo. Hay que anotar que de los 22 Estados que son parte del Convenio, 14 son latinoamericanos. Ninguno puede escapar a esta obligación.

Muchas empresas trasnacionales no han permanecido impermeables y tienen establecidas políticas institucionales sobre “licencia social” impensables hace algunos años. Los estallidos que han bloqueado muchos proyectos han dado la pauta para apuntar a evitar el conflicto y, para lograr, buscar mitigar el impacto de la inversión estableciendo buenas prácticas de relación con las comunidades desde las primeras fases de la inversión.

En esto el actor crucial es el Estado. Las prácticas y políticas públicas avanzan a distintos ritmos sin haber “redondeado” aún en ningún país en algo replicable a los demás. Se está, por el momento, más ante una suma de experiencias en las que se va haciendo “camino al andar”, al decir de Machado. Es decir, con políticas e instituciones públicas abocadas no siempre están claras, recursos presupuestales y profesionales muy modestos y serios límites en su despliegue territorial.

Mientras el Estado no pase de su actual tímido papel a desempeñar una efectiva función de garantizar y conducir los procesos de diálogo y consulta, penderá la incertidumbre sobre los futuros —e indispensables— proyectos de inversión que permitan mantener el crecimiento económico y la reducción de la pobreza.

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