El último pueblo ucranio antes del frente
En el Este, donde se han recrudecido las hostilidades, se han acostumbrado a vivir con miedo
La población del este de Ucrania se ha acostumbrado a vivir con miedo. Y a la presencia de militares, a los puestos de control en las carreteras, al paisaje de ventanas rotas, al sonido de la guerra. A pesar de los pactos de Minsk, firmados el pasado febrero y por los que se acordaba un alto el fuego, en las últimas semanas se han recrudecido las hostilidades entre los separatistas cercanos a Rusia y las fuerzas leales a Kiev, que pugnan desde hace más de un año por hacerse con la zona. En Luganskoe, una localidad perteneciente a la región de Donetsk que permanece bajo control gubernamental, muchos prefieren callar y no pronunciarse sobre el conflicto. “Lo único que quiero es vivir en paz”, dice una mujer de mediana edad.
Ataques recientes
A pesar de que la situación en Luganskoe y Svetlodarsk, ambas en la región de Donetsk, es de "relativa calma", según expilca Roman Lunin, de la ONG People in Need —que trabaja en el este de Ucrania, tanto en los territorios controlados por los insurgentes como en las zonas leales a Kiev— las dos localidades han sido blanco de la artillería en los últimos tiempos.
Diez casas fueron destruidas en Luganskoe el pasado 29 de junio. “Una familia quedó atrapada entre los escombros. Afortunadamente no hubo que lamentar daños personales porque los soldados les ayudaron a escapar”, explica. Según cuenta, la situación se repitió el 2 de agosto, cuando el pueblo fue atacado con armas de alto calibre. “La central eléctrica de Svetlodarsk, la única fuente de ingresos para la mayor parte de la población, tuvo que cerrar a consecuencia de un bombardeo”, indica. A pesar de estos ataques, señala Lunin, “no es el área más peligrosa en este momento”.
Luganskoe, donde viven algo menos de 3.000 personas, se sitúa a unos dos kilómetros de las posiciones de los rebeldes. “Casi cada tarde escuchamos fuego de artillería”, cuenta la mujer a un grupo de periodistas, que realizaron una reciente visita a la región invitados por el European Journalism Centre. “La zona en dirección a Debáltsevo [controlada por los insurgentes] está relativamente tranquila ahora mismo. Pero de vez en cuando hay bombardeos”, explica Roman Lunin, de la ONG People in Need, que asiste a unas 120.000 personas en Ucrania.
Uno de esos ataques destrozó una pequeña tienda de comestibles, cuyas ventanas están remendadas con plásticos y cinta aislante. Sus dueñas se muestran esquivas. En el pueblo prefieren ser cautos. Según cuentan varios vecinos, algunos soldados del Ejército de Kiev roban: “Si alguien habla de ello, los servicios secretos ucranios se lo llevan”. “Claro que hay espías”, corrobora otra señora. “Y los militares entran en las casas. No hace mucho, corrió el rumor de que habían enviado por correo a sus lugares de origen todo lo que habían robado de una vivienda”, desliza. La alcaldesa, Halina Neletova, reconoce que “quizás hubo algunos casos en invierno”, pero asegura que ya no hay quejas al respecto, que esas prácticas han quedado atrás.
“¿Cómo no voy a estar asustado?”
Los alrededor de seis kilómetros que separan Svetlodarsk —también en la región de Donetsk— de las posiciones de los insurgentes hacen que el paisaje en sus calles no tenga nada que ver con el de Luganskoe, más militarizado. Hay familias paseando con niños pequeños y varios vecinos reposan al sol. Pero la localidad está muy cerca del frente y el pasado invierno sufrió especialmente los estragos de la guerra.
Tatyana Latvhitis se quedó sin casa el 27 de enero a las dos de la tarde. “Allí había un balcón”, señala mientras pasea entre los escombros y los restos de lo que fue su hogar. “Menos mal que no había nadie en el momento del ataque”, se consuela. Después de aquello, ella y su marido abandonaron la ciudad, de unos 13.000 habitantes, durante un mes. Como ellos, muchos vecinos que también se fueron han optado por volver, explica. No ha recibido una ayuda oficial para reparar su vivienda, aunque una ONG sí le ha proporcionado material de construcción y mano de obra. El problema es que, según las normas de la organización, deben pasar al menos cuatro semanas desde el último incidente armado antes de comenzar las obras. Así que Latvhitis es consciente de que va para largo.
“¿Cómo no voy a estar asustado?”, se pregunta Vladímir Huhtin. Está descansando a la sombra, sentado en un banco mientras fuma tabaco de liar. Tiene 77 años, pero parece mayor. “Llevo tres décadas viviendo aquí y a estas alturas, con mis problemas de salud, ya no me puedo marchar. Ha habido muchísimas explosiones y bombardeos. Todo está destruido”, se lamenta, resignado, en un tono de voz muy bajo. La puerta y las ventanas de su casa están rotas desde el pasado invierno. No tiene dinero para pagar la reparación. Y el frío está a la vuelta de la esquina.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.