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Cartas de Cuévano
Columna
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Mesa de lápida

Uno vuelve cada vez que llega a Madrid por primera vez y el Comercial era uno más de los refugios inamovibles de la memoria

Desconozco las razones íntimas que llevaron a las dueñas del Café Comercial de Madrid a la decisión de cerrarlo, pero dan ganas de llorar. Había tantas vidas en el ambiente de esa cafetería que parecía nata invisible de la leche templada con la que se le servía el café a algunos de sus muchos clientes, porque no sólo se trataba de parroquianos presentes, sino de generaciones enteras de fantasmas supuestamente ausentes que se materializaban en tertulias continuas sobre mesas que parecían rebanadas de mármol, reproducidas como en un cuento de Borges por la bendición de los espejos. Me gusta suponer que la fotografía más entrañable de Antonio Machado lo muestra sentado en su lugar de siempre, en una esquina del Comercial, con el camarero reflejado en el espejo a la espera de una nueva comanda; el poeta con el arco de sus labios apenas audible, sonrisa Gioconda mirando fijamente el lente de quien intenta escribir en pocas líneas el supremo valor terapéutico de la sobremesa, la bendición de las tertulias y sí, la rutina inviolable de fijarse un calendario de vida a partir de los cafés donde uno pide normalmente lo mismo para intentar ser diferente… todos los días.

En La emperatriz de Lavapiés leí que uno llega a Madrid con la sensación de volver, quién sabe de dónde, pero uno vuelve cada vez que llega a Madrid por primera vez y el Comercial era uno más de los refugios inamovibles de la memoria. Como párrafos de esa novela, he vuelto a Madrid como quien llega por primera vez para ver que sigue andando la misma acera el mismo viejo un poco más envejecido que lleva medio siglo recorriéndola como ecolalia de su propia biografía y así, todo el que llega va leyendo las páginas intactas de los lugares que fueron y siguen estando para de pronto, voltear la página –sin baba de nostalgias ni rencor de enmiendas—descubrir que ya no existe el bar que fue santuario de un alcoholismo afortunadamente en remisión, que ya cerraron por fin el recorrido circular del Metro como congruencia a su nombre en color gris y que la nervadura de todo el mapa del Metro Madrid es efectivamente el mapa de una memoria que se tallaba sobre la mesa en mármol negro o blanco de un café entrañable, llamado hasta ayer Comercial.

Consta que la esquina de Machado ha de quedar intacta, así levanten allí el horror de alguna tienda de moda y que en más de una de sus lápidas escuché cátedras interminables de Tomás Segovia sobre la enramada interminable de la poesía y sus versos murmurados por perfectos. Muchos curiosos llegaban hasta el Comercial por haberlo visto en película de Fernando Trueba o por mirar desde sus ventanales la escenografía imaginaria de La colmena de Camilo José Cela. En alguna charla que sostuvo Rafael Azcona con no recuerdo quién más, allá en el Círculo de Bellas Artes, evocaron a un infalible contertulio del Comercial que dormía todas las mañanas –desde el amanecer hasta el mediodía—sentado en una fila de mesas vacías, con una servilleta sobre el rostro y que de tarde en tarde, al alargarse sus tertulias de todos los días, hablaba de un torero que en Las Ventas salía del burladero de matadores, enfrentaba al bicho como si esperara la llegada de un ferrocarril y pin-pán-pin-pán-pin-pán… se quedaba ausente, dormitaba y luego, interrumpía la tertulia en cualquier efervescencia de la conversación ajena, precisando que había visto alguna vez a un torero, que al salir del burladero de matadores en la Plaza de Las Ventas, le caminaba de frente al burel y pin-pán-pin-pán-pin-pán, para caer de nuevo en un sopor que intentaba disimular con el telón de una servilleta sobre el rostro.

Anoche, al pasar a despedirme, había una lluvia de recados en corazones de pegatina donde todo anónimo y más de un conocido se despedía de un lugar entrañable que cierra sus puertas luego de 128 años de existencia por quién sabe qué íntimas razones. Que cualquiera se sienta agradecido quizá se deba que en el Comercial se heredó una costumbre italiana de fincar “cafés pendientes”: cualquier parroquiano o los comensales de costumbre pagaban un café o lo que hubiesen consumido y dejaban pagado un “café pendiente” precisamente para ese cualquier anónimo que –no teniendo los cuartos para pagar su propia consumición—apelaba al samaritano recurso de tomarse el pendiente. Pero la gratitud que le debemos quienes aprendimos a leer y a escribir sobre las mesas de lápida se debe sobre todo al sabor con el que uno contaba a ciencia ciega con los camareros. Vestidos de filipina con galones en los hombros, hieráticos al filo de los espejos, como si fueran uno y el mismo que escuchaba versos en servilleta del poeta Machado, a ellos les consta que de pronto entraba desmañada una cineasta en busca de churros para desayunar, quizá con prisa porque ese mismo día podrían nombrarla Ministra de Cultura y a ellos les consta que mi amistad con Antonio Muñoz Molina es más bien en tinta, pero filmada en la memoria sobre las mesas de El Comercial: nos hemos escrito cartas desde un ayer que ya ni parece recuerdo de tan sepia. Empezamos con cartas y caligrafía en papel cebolla que luego se envolvía en sobres con los colores de las respectivas banderas y llevamos ya dos décadas con correos electrónicos, pero por lo menos, hemos izado dos o tres conversaciones inolvidables en el Café Comercial. De sobremesa en el Comercial, con Muñoz Molina he anotado libros que me sugería leer mi amigo el escritor de veras y allí he envidiado el decurso con el que se fueron multiplicando los folios de una novela tras otra, un artículo para otro sábado y el recuento de un viaje a quién sabe qué parte del mundo. Me parece que hemos sembrado de vida –en tertulia sobre café con churros—lo que queda flotando en la Glorieta de Bilbao, antigua Puerta de los Pozos de Nieve, donde se guardaba la escarcha, granizo y nieve de cada invierno para refrescar las limonadas y todas las aguas de los veranos. Bien visto, sembramos de vida la conversación invisible que no se pierde ni con el cierre del Comercial, pero que subraya la metáfora de que este Madrid que se renueva de vida cada amanecer por donde se llega por vez primera, parece inevitable el calorón insoportable de la resignación que nos recuerda que mucho de lo que somos, casi todo de lo que hablamos, gran parte de lo leído, eso que te comentó Fulano el otro día… no fueron más que manchas sobre una mesa de lápida.

La esquina de Machado ha de quedar intacta, así levanten allí el horror de alguna tienda de moda

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