Remedios y enfermedades del patrimonio de Palmira
Cuanto más digamos que lo que hace el el EI es una barbaridad que no tienen derecho a cometer, más seguirán haciendolo
La violencia arrasa enloquecida el patrimonio cultural. La política cultural del Estado Islámico, sí —repito— su política cultural, tiene como objetivo destruir de forma provocadora el patrimonio arqueológico mesopotámico. ¿Totalmente?
Como ocurre con frecuencia en el tratamiento de temas sensibles, la simplificación hace mucho daño. A primera vista, la acción del fanatismo resulta intolerable. La destrucción del patrimonio histórico arqueológico afecta no solo a los habitantes de los territorios en los que pasadas civilizaciones produjeron reliquias venerables. Nos afecta a todos, que por eso hemos declarado Patrimonio de la Humanidad muchos de aquellos restos.
Muy bien, ahora que expresamos nuestra afección, ¿qué más cabe decir? ¿Nos lo repetimos muchas veces para que cale hondo entre nosotros el mensaje de que es preciso acabar con esa barbarie? Perfecto, ya lo hemos comprendido: son unos bárbaros.
Es una explicación tan perfecta como banal. Son unos bárbaros, insensibles, incapaces de comprender lo importante que es la preservación del patrimonio cultural, su estudio, su interpretación. Tenemos la obligación, una vez más, de enseñarles lo que es cultura.
La argumentación es tan huera que resulta ampliamente satisfactoria. La justificación de Roma –léase Polibio, Livio, Estrabón, etc.- para conquistar el Mediterráneo (al menos su parte occidental) se sustentaba en que sus habitantes eran unos bárbaros a los que había que civilizar integrándolos en la romanitas. La justificación de la intelectualidad hispana del Renacimiento, lectora compulsiva de los clásicos, para la conquista de los territorios americanos se fundaba en que sus habitantes no habían tenido la dicha de conocer la Buena Nueva, por lo que su evangelización primaba sobre cualquier otra consideración. Era obligación de los buenos cristianos convertir a aquellos pobres indios.
Que se escandalice quien quiera. Insistir en ese camino argumental iniciado en la Antigüedad Clásica no hace más que consolidar nuestra convicción de que con la barbarie se acaba a base de armas. ¿Estamos dispuestos a tomarlas para defender el patrimonio cultural radicado en Irak, Siria, Afganistán o Irán?
Yo no.
No quiero responder a su provocación. Por desgracia, con los monumentos pasa como con los rehenes. Al margen del valor que cada cual quiera otorgar a la vida humana o sus obras, el objetivo no es la destrucción total. La ejecución es ejemplificadora: “Mirad lo que somos capaces de hacer”. Cuanto más insistamos en que lo que hacen es una barbaridad y que no tienen derecho a cometerla porque lo que destruyen es de todos, más repetirán su fechoría.
La actuación brutal selectiva, sin embargo, no ayuda a comprender cuáles son sus razones, la convicción superior, que los conduce creer que está bien lo que otros consideramos que está mal. Mientras no seamos capaces de entrar en su registro ético, será imposible cualquier atisbo de comprensión. Lo importante aquí es aceptar que sus actos no están dirigidos por la irracionalidad. Responden a una lógica que nos negamos a ver.
Así cegados, nos resulta más comprensible un discurso que defienda la necesidad de una intervención militar; pero tiendo a pensar que las bravuconerías incrementan las desgracias. Para quienes imaginan una solución intervencionista es difícil aceptar la conexión que hay entre una foto de mandatarios en las Azores y los acontecimientos actuales. ¿Se atrevería aún alguno de aquellos protagonistas a decir que Irak sin Sadam Husein es un país más seguro en el que se vive mejor? No tengo recursos sólidos para alimentar la opinión de que hay intereses en mantener áreas calientes para sostener la producción de armas.
Prefiero reflexionar sobre otros asuntos que pueden ayudar a ver con mayor oscuridad el problema. Supongamos que tenemos derecho a declarar Patrimonio de la Humanidad una reliquia. Desde una óptica liberal sería difícil explicar que se puede ser propietario de algo sin coste alguno. ¿Qué hacemos entre todos por la preservación de esos patrimonios que nos hemos adjudicado? ¿Cuál es la inversión en la catalogación, mantenimiento, conservación, reproducción digital o tridimensional? ¿Ha habido algún interés en conocer cuál es la importancia que conceden los pueblos a preservar y amar un legado irrepetible? Estoy convencido de que el abandono de estas obligaciones inherentes a la apropiación cultural está también en la base de la situación actual. Por tanto, creo, que cualquier posible solución no puede proceder de una actitud paternalista occidental, sino de la convicción profunda de los pueblos del valor de sus patrimonios culturales.
Es prácticamente imposible determinar el alcance de los daños materiales sufridos por los yacimientos arqueológicos, por sus monumentos y por los artefactos de ellos extraídos, porque la inversión en proyectos arqueológicos es ridícula. Es como lamentar que haya hambre en el mundo y que seamos resistentes a la adjudicación de un 0,7% de nuestro PIB en su erradicación. Es como estar en contra del aborto y no tener una política de ayuda social. Es como tener un jardín sin flores.
Estas dos últimas reflexiones, la guerra injusta y la falta de inversión, nos indican nuestra doble responsabilidad en la barbarie. Con Hussein no se destruía el patrimonio cultural. Mientras tanto, Pompeya se desmorona. Nadie parece haber defendido la necesidad de una intervención militar ante la impotencia de las autoridades italianas. Debemos tener cuidado con los argumentos, pues parece claro que cuando justificamos una acción militar se ponen en marcha muchos factores que no tienen relación con la salvaguarda de las reliquias.
Me gustaría que no se me interpretara como víctima del sentimiento judeocristiano que solo puede comprender la realidad con el autoflagelo. Tampoco que se me considere proclive a la política del laissez-faire.
Los problemas complejos no tienen soluciones fáciles. Rambo no existe. Únicamente desde la comprensión de los múltiples factores que intervienen en la realidad podremos actuar lentamente para cambiarla. Si continuamos profiriendo gritos de “¡bárbaros, asesinos!” solo contribuiremos a que se reproduzcan sus gestos. Pero si el coro de biempensantes, ese que se rasga las vestiduras ante los acontecimientos sin otra reflexión que la de “¡pero qué bárbaros son!”, es torticeramente manipulado para justificar una intervención militar, tendremos que gritar: “¡No, otra vez, en mi nombre, no!”.
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