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Una tragedia a la deriva

El Mediterráneo asiste a la mayor crisis de refugiados desde la II Guerra Mundial. ¿Es posible conciliar los derechos fundamentales de los empujados al éxodo con las exigencias de la política fronteriza europea?

Rescate de una barcaza por las autoridades italianas.
Rescate de una barcaza por las autoridades italianas.massimo sestini (News Pictures)

La actual crisis del Mediterráneo, tumba de 1.700 inmigrantes solo este año, ha suscitado una respuesta inmediata por parte de los mandatarios europeos. Pero esa reacción tergiversa de manera fundamental e intencionada las causas que subyacen tras la crisis. La respuesta se centra cada vez más en atacar a las redes de traficantes, en reforzar el control fronterizo y en la deportación. Los políticos comunitarios se las han ingeniado para convertir una tragedia humana en una oportunidad para consolidar las políticas de control de la emigración, en lugar de establecer una cooperación internacional significativa que aborde el verdadero problema.

Las muertes en el Mediterráneo tienen dos causas principales. En primer lugar, la abolición en noviembre de 2014 de Mare Nostrum, un eficaz programa de búsqueda y rescate que salvó el año pasado más de 100.000 vidas, provocó de inmediato una reducción del número de rescates y un aumento de los fallecidos. En segundo lugar —y más importante—, hay una crisis mundial de desplazados. Sabemos que en la tragedia de la semana pasada, como en las estadísticas generales sobre personas que han cruzado este año el Mediterráneo, una proporción cada vez mayor procede de países generadores de refugiados, como Siria, Eritrea y Somalia. Son personas que huyen de conflictos y persecuciones. Por supuesto, otros proceden de países relativamente estables como Senegal y Malí, pero la mayor parte son ahora casi con seguridad refugiados.

En todo el mundo hay en la actualidad más desplazados que en cualquier otro momento desde la II Guerra Mundial. Hay más de 50 millones de refugiados o desplazados internos, y el actual régimen internacional se estira hasta el límite de su capacidad. Por ejemplo, hay nueve millones de sirios desplazados, de los cuales tres millones son refugiados. Una abrumadora mayoría se halla en países vecinos como Jordania, Líbano y Turquía. La cuarta parte de la población de Líbano está ahora formada por refugiados sirios. Pero la capacidad de estos países es limitada. Ante tamaña afluencia, Jordania y Líbano han cerrado sus fronteras. Pero esas personas están obligadas a ir a algún sitio en busca de protección. Dadas las escasas alternativas, un número cada vez mayor de ellas emprenden el peligroso viaje a través del Mediterráneo para llegar a Europa.

En tan enmarañado contexto no existen las soluciones fáciles, pese a que los políticos europeos opten por una simplificación: no entender el mundo del que Europa forma parte. Desde principios de esta semana, el primer ministro italiano, Matteo Renzi, se ha centrado en declarar la “guerra al tráfico de personas”. Los políticos de toda Europa han seguido su ejemplo. Sin embargo, esta opción ignora que no son las redes de contrabando de personas las que provocan las migraciones, sino que estas se limitan a responder a una demanda existente. Criminalizar a los traficantes sirve de cómodo chivo expiatorio. Pero no logra resolver el problema. Al igual que sucede con la “guerra contra el narcotráfico”, ese tipo de políticas contribuirá a desplazarlo, aumentará los precios que se cobran a los desesperados, introducirá en el mercado situaciones cada vez menos escrupulosas y aumentará la peligrosidad de los viajes.

Una red de traficantes cada vez más sofisticada

C. G.

Los traficantes de inmigrantes son uno de los objetivos de la UE. La misión no es fácil, según los expertos. Este negocio era más o menos informal hace años. Desde 2012 se ha ido profesionalizando cada vez más, alentado por el constante flujo de viajeros clandestinos tras el estallido del conflicto en Siria, el colapso de Libia y la inestabilidad en el Sáhara y el Cuerno de África.

La cartera de servicios es cada vez más diversa: no solo proporcionan los medios de transporte, también falsifican documentación, como pasaportes y visados, para intentar acceder a Europa por canales legales (aeropuertos de países poco expuestos a la inmigración). “Son redes violentas organizadas: tienen implatación desde los países en los que captan a gente, hasta los países de destino”, afirma José Nieto, de la Unidad Central de Redes de Inmigración Ilegal y Falsedades Documentales de la Policía. Frontex, la agencia fronteriza europea, ha empezado a encontrarse con traficantes armados que plantan cara a los servicios de salvamento en el mar.

La organización Global Initiative Secretariat destaca la sofisticación de las redes. “Hay grupos armados en el norte de África y en el Sahel que se están lucrando”, señala la organización. Los tabu en Níger ganan con la migración clandestina 60.000 euros a la semana y los emplean en armas, vehículos e influencia política, lo que supone una amenaza de mayor desestabilización en la zona. Los expertos de esta organización, que han estudiado a fondo el tema migratorio, defienden que la UE debería reestablecer el servicio de búsqueda y rescate Mare Nostrum, pero que esto no acabará con el contrabando. Proponen que la UE impulse el desmantelamiento de estas redes en África.

Las propuestas planteadas en las reuniones de emergencia convocadas por la UE esta semana en Luxemburgo y Bruselas han resultado igualmente decepcionantes. Se han centrado en destruir los barcos de los traficantes y en alcanzar mayores niveles de eficacia en las deportaciones en caliente, presumiblemente a países de tránsito, tan inestables e inseguros como Libia. Las disposiciones humanitarias que incorporan esos planes son vagas y problemáticas. La UE se ha comprometido a triplicar la financiación de la Operación Tritón, pero, a diferencia del abolido Mare Nostrum, este programa nunca se ha centrado en la búsqueda y el rescate de inmigrantes. Como explicó el director de Frontex, agencia fronteriza de la UE, es principalmente una operación de seguridad con poca capacidad para salvar vidas.

El problema va mucho más allá del control de las fronteras. Afecta esencialmente al modo en que protegemos y asistimos colectivamente a los refugiados y a las poblaciones desplazadas. El régimen mundial de protección de los refugiados, basado en la Convención de 1951 sobre el Estatuto de los Refugiados, impone a los Estados la obligación de proteger y ayudar a los exiliados que llegan a sus territorios. Y sin embargo, los principios fundamentales de aquel acuerdo se están viendo amenazados. No sucede solo en Europa. La Solución del Pacífico, propuesta australiana que impide llegar a las costas a “los refugiados que huyen en barcos”, es una mera abdicación de la responsabilidad legal. Tras los atentados en los que murieron 147 estudiantes de la Universidad de Garissa, Kenia anunciaba recientemente una propuesta para cerrar los campamentos de Dadaab, donde residen centenares de miles de refugiados somalíes. Tanto en el Norte como en el Sur, el derecho a buscar asilo se erosiona cada día, cuando este debería ser sacrosanto.

Al término de la II Guerra Mundial, creamos colectivamente un régimen mundial para los refugiados. Europa reconoció entonces la obligación absoluta de garantizar que quienes son perseguidos deben ser protegidos por otro Estado. Como a comienzos de la década de 1950, es necesario ahora un liderazgo europeo valiente para reparar ese sistema internacional y reforzar los principios fundamentales de los derechos humanos, dentro y fuera de la UE.

El actual régimen implica una preocupante desigualdad. Impone a los Estados la obligación de proteger a los refugiados que llegan al territorio de un Estado (asilo), pero establece obligaciones menos claras cuando se trata de ayudar a los refugiados que se encuentran en el territorio de otros Estados (repartición de la carga). Esto significa que los Estados más cercanos a los países que empujan a sus habitantes al exilio asumen una responsabilidad desproporcionada. Esta desigualdad constituye un problema dentro de Europa, que se reproduce a escala mundial. Los países en vías de desarrollo albergan a más del 80% de los refugiados del mundo. Para permitir que este sistema funcione, los países situados fuera de las regiones de origen deben mantener un compromiso serio y continuo de protección de los refugiados. Esto es más importante todavía cuando nosotros tenemos probablemente una responsabilidad moral —a causa de nuestras políticas exteriores— en la desestabilización de países como Siria y Libia.

Una forma de asumir la protección de los refugiados y la cooperación internacional es el reasentamiento. Países de todo el mundo como EE UU, Canadá y Australia tienen un historial de reasentamiento de refugiados directamente desde campamentos y zonas urbanas de todo el mundo. Pero Europa no comparte esa tradición, y en respuesta a la crisis siria, las cifras de asilados han sido comparativamente minúsculas. La propuesta de un plan europeo de reasentamiento “voluntario” de 5.000 refugiados, planteada esta semana en la reunión de Bruselas, es absurda si tenemos en cuenta que hay tres millones de refugiados sirios.

La propuesta de un reasentamiento de 5.000 personas es absurda: hay tres millones de refugiados sirios

La historia nos ofrece lecciones sobre los tipos de cooperación internacional capaces de reforzar el régimen de los refugiados y mejorar la situación en el Mediterráneo. Con el fin de la guerra de Vietnam, en 1975, cientos de miles de ciudadanos indochinos cruzaron en busca de asilo las aguas territoriales de Vietnam, Laos y Camboya hacia países receptores del sureste de Asia como Malasia, Singapur, Tailandia, Filipinas y Hong Kong. En los años setenta y ochenta, los países receptores respondían a la llegada masiva haciendo zozobrar muchos de los barcos. Al igual que ha sucedido ahora, la ciudadanía respondió a las imágenes de personas ahogándose en la televisión y en los periódicos. Para solucionar el problema hicieron falta liderazgo político y cooperación internacional a gran escala.

En 1989, bajo el liderazgo de ACNUR (agencia de la ONU para los refugiados), se firmó un Plan de Acción General para los refugiados indochinos. Se basaba en un acuerdo internacional de reparto de responsabilidades. Los países receptores del sureste de Asia accedieron a mantener las fronteras abiertas, efectuar operaciones de búsqueda y rescate y recibir a los refugiados. Y lo hicieron basándose en dos conjuntos de compromisos de otros Estados. En primer lugar, una coalición de Gobiernos —Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y los Estados europeos— se comprometía a reasentar a quienes fuesen declarados refugiados. En segundo lugar, se buscaron soluciones alternativas y humanitarias, como la devolución con garantías o la creación de canales de inmigración legales, para quienes no eran refugiados necesitados de la protección internacional. El plan permitió reasentar a millones de personas y solucionar el problema humanitario más inmediato.

La respuesta indochina no fue perfecta y no constituye una analogía perfecta del Mediterráneo contemporáneo, pero resalta la necesidad de establecer un marco más amplio, basado en la cooperación internacional y en el reparto de responsabilidades. Los elementos de una solución a la crisis contemporánea deben situarse en diferentes niveles.

Pero ante todo, las soluciones pasan por reafirmar la necesidad de conservar el asilo y la protección a los refugiados, y de contemplarlos como una responsabilidad global compartida. Si existe un atisbo de solución de la crisis actual, deriva de la oportunidad de que los líderes políticos redefinan la percepción que la opinión pública tiene de los refugiados y aporten soluciones creativas para los refugiados a escala mundial. Algo que eso exigirá valentía política y liderazgo. O

Alexander Betts es director del Centro de Estudios sobre los Refugiados de la Universidad de Oxford y autor de Survival Migration: Failed Governance and the Crisis of Displacement (Cornell University Press). Twitter: @alexander-betts.

Traducción de News Clips.

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