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Las Palabras
Columna
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Lava Jato

Nadie debe observar la corrupción brasileña en pantalla pequeña

Gustavo Gorriti

Hay lugares comunes que la originalidad invade con fascinante reiteración. Ya sabemos, por ejemplo, de mil maneras, que Brasil no es precisamente la nación del bonsai sino de lo que en tierras más modestas se consideraría una rutinaria desmesura.

Por eso nadie debe observar el escenario de la corrupción brasileña en pantalla pequeña. Especialmente el de dimensión epopéyica que revela ahora el caso Lava Jato.

Cuando se ve el dramático mural narrativo que trazan las evidencias y las confesiones de los delatores calificados; y cuando el creciente y ya numeroso elenco de corruptos se calca de los actores del poder político y empresarial de la nación, el inédito alcance de este caso histórico no solo resulta asombroso sino se hace también inevitable preguntarse cómo se las arreglará Brasil para enfrentar las consecuencias funcionales de la verdad.

La acción del caso Lava Jato está dirigida hasta ahora por un grupo selecto de jueces, fiscales y policías que investiga, acusa y juzga a una parte crucial del liderazgo empresarial y político de la nación.

Mientras varios de los gerentes y directores investigados han cambiado la suite ejecutiva por la cárcel, algunas de sus empresas, que representan buena parte del rostro industrial de Brasil, ya se encuentran remecidas por diversos grados de crisis.

De hecho, lo que puede estar a punto de irse a pique es toda una forma de hacer negocios, corrupta y de promiscua mescolanza entre lo público y lo privado, pero audaz y conquistadora a la vez.

Lo que puede estar a punto de irse a pique es toda una forma de hacer negocios

Fue (es difícil pensarlo en futuro, aunque nunca se sabe) uno de los principales modelos nacionales de hacer negocios, dentro y fuera de las fronteras de Brasil. Simultáneamente corrupto y exitoso, cuya ventaja comparativa fue en muchos casos precisamente la corrupción —la desinhibida destreza en su manejo—, pero cuyo éxito no se explica solo por ella.

Hace apenas unos meses, en octubre del año pasado, una de las investigaciones premiadas en el principal concurso latinoamericano de periodismo de investigación (el de IPYS/TILAC, en el cual, caveat emptor, soy uno de los jurados) fue de los periodistas Fernando Mello y Flavia Foreque, de Folha de São Paulo. Ella reveló que el expresidente Lula realizó por lo menos 13 viajes fuera de Brasil, patrocinados y pagados por empresas constructoras brasileñas. Lula, demostró la investigación, llevó a cabo gestiones a favor de empresas como Odebrecht, Camargo y Correa y OAS, tanto en Latinoamérica como en África. En África, el lobby de Lula incluyó a dictadores como Teodoro Obiang, de Guinea Ecuatorial; y en América Latina a presidentes acusados de corrupción en gran escala —como el expresidente Martinelli, en Panamá—.

Tanto Lula como su Fundación afirmaron que la actuación del expresidente fue en beneficio de los intereses nacionales de Brasil.

Los principales directivos de Camargo y Correa y de OAS, entre otros, están ahora en la cárcel de Curitiba investigados por corrupción por las autoridades judiciales en el caso Lava Jato, cuya interpretación de los intereses nacionales es obviamente diferente a la de Lula.

Latinoamérica no ha llegado todavía al punto de resfriarse cuando Brasil estornuda, pero sí a que sea prudente abrigarse los pies.

Pero ahora, en medio de la cascada de revelaciones del caso Lava Jato, cuyo caudal continuará aumentando mientras se resquebrajan y colapsan los diques del secreto, la inundación de verdades podría tener un efecto revolucionario no solo en exponer y castigar la corrupción de alto nivel en Brasil sino en toda Latinoamérica.

A diferencia de Brasil, donde la verdad tiene un costo económico que puede ser serio en el corto plazo, en el resto de Latinoamérica ella sería puro beneficio. Definir el monto de las coimas recibidas por una élite de bribones en altos puestos de poder y decisión, que en los años recientes de bonanza económica, a la hora de contratar multimillonarias obras públicas prefirieron una y otra vez a las compañías constructoras brasileñas que —hay que decirlo— no se arredraron en acometer exitosamente algunos desafíos realmente épicos de ingeniería civil, mientras desplegaban del otro lado los encantos clandestinos de la ingeniería financiera de las coimas extraídas de los sobrecostos.

Fue la solución preferida por una buena cantidad de corruptos contemporáneos. Con el respaldo de lobbies de alto vuelo y la trastienda de un Estado gigantesco, el secreto parecía garantizado. Hasta que dos palabras húmedamente prosaicas: Lava Jato, adquirieron resonancia bíblica.

Ojalá que, aunque no igual de draconianas, las consecuencias lo sean también.

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