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Columna
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El genocidio está en marcha

Un terrorismo hipnótico difumina el exterminio en masa de las minorías

Lluís Bassets

Dos espesas cortinas de palabrería y de imágenes manipuladas ocultan o al menos difuminan el genocidio que están sufriendo las minorías étnicas y religiosas y muy específicamente los cristianos de Oriente en manos del Estado Islámico.

La primera es la cortina de los malos usos del lenguaje, cuestión en la que es grande la responsabilidad de quienes tienen voz pública, dirigentes políticos y religiosos, periodistas e intelectuales: cuando cualquier enemigo intolerante y brutal es un nazi y un fascista y cualquier actuación violenta de una dictadura o de un grupo armado es un genocidio, entonces el nazismo, el fascismo y el genocidio se convierten en términos totalmente irrelevantes.

La segunda la forman los señuelos que ocultan y desvían la atención bajo la forma de una violencia audiovisual extrema, la violencia mucho más brutal y masiva del exterminio de grupos humanos enteros por el mero hecho de ser lo que colectivamente son. Esa es la función, específicamente terrorista, de los vídeos con las ejecuciones por decapitación o por el fuego de los prisioneros del califato terrorista o Estado Islámico, sean trabajadores cristianos coptos en Libia, rehenes occidentales y japoneses en Siria o prisioneros kurdos en Irak.

El hecho es que el mundo entero permanece hipnotizado por el horror de estas ejecuciones o se estremece ante la eventualidad de que los lobos solitarios regresen a los suburbios europeos, pero apenas nadie señala ni denuncia el genocidio que está en marcha, dirigido a limpiar las tierras del califato de cualquier minoría religiosa que no se identifique con el islam suní en su versión salafista, la misma, por cierto, que impera en la mayor parte de la península arábiga, donde la práctica de otras religiones está estrictamente prohibida.

La grave y exacta denominación como genocidio aparece ya en el informe de Naciones Unidas publicado esta semana sobre el conflicto de Irak. El repertorio de las atrocidades nos remite a lo sucedido en Camboya entre 1975 y 1979, Ruanda en 1994, y la ex Yugoslavia en la década de los noventa, como antecedentes más cercanos de matanzas dirigidas a destruir a enteros grupos étnicos, ideológicos o religiosos.

Una antigua y gran ciudad como Mosul, capital de muchas de estas minorías, se halla desde junio pasado en manos del califato genocida, con 14 tribunales especiales que se dedican a dictar las ejecuciones públicas diarias. Era la segunda ciudad de Irak, con 1,8 millones de almas, que son ahora apenas un millón de asustados habitantes, inermes ante el dominio terrorista. La comunidad cristiana ha huido entera o ha perecido. Gran parte de su patrimonio, entre el que se encuentran numerosos edificios religiosos, ya no existe o está en peligro. La biblioteca municipal con una valiosa colección de 8.000 libros raros y manuscritos, ha sido dinamitada.

Esta vez valen las palabras más graves. Es fascismo, es genocidio, y hay que preguntarse a qué se debe tanta indiferencia.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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