El matrimonio del diablo
El alcalde de Iguala y su mujer han vivido de la corrupción, la violencia y el narco Desde la cárcel, niegan saber nada de los 43 desaparecidos
Eran las siete y cuarto de la tarde de un viernes cuando Naborina Salgado Macedonio oyó seis detonaciones trepar por el hueco de la escalera. Abajo, en el descansillo de la entrada, había quedado sin vida Justino, su hijo. Un balazo le había atravesado el rostro, otros dos el abdomen; los tres restantes no encontraron a su víctima. La reconstrucción policial demostraría que, antes de morir, el hombre, vestido aquel día con su guayabera más blanca, había intentado subir las escaleras para buscar refugio en la casa de su madre. Los sicarios no lo permitieron.
Nunca se supo quién lo mató, o nunca se quiso saber, pero en Iguala hay cosas que se entienden sin necesidad de palabras. Justino Carvajal Salgado, procedente de una familia con fuertes raíces políticas en Guerrero, era el síndico-administrador del Ayuntamiento, el eterno y fallido aspirante a la alcaldía y un funcionario harto de las injerencias de María de los Ángeles Pineda Villa, la esposa del regidor. A su muerte, siguió el silencio y a este, un gesto elocuente. Un año después del crimen, el 8 de marzo de 2014, se celebró en el cabildo un homenaje en su memoria. El alcalde, José Luis Abarca Velázquez, se levantó y, a la vista de todos, se marchó antes de que empezase. Nadie se atrevió a preguntar por qué.
Al regidor de Iguala, ahora encarcelado junto a su esposa como autor intelectual de la desaparición (y probablemente, matanza) de los 43 estudiantes de magisterio, siempre le siguió una sombra de terror. De pelo corto, cuerpo depilado y músculo de gimnasio, le gustaba moverse a solas por una tierra donde los políticos no dan un paso sin un enjambre de escoltas. A veces, al volante de su deportivo gris, llegaba conduciendo sin ninguna protección al Palacio del Gobierno, en Chilpancingo, y ante los otros alcaldes hacía demostración de lo que todos sabían: que él, a diferencia de sus compañeros, no tenía nada que temer.
Quienes le han tratado le recuerdan como un pequeño déspota, tajante en sus respuestas y con dificultades para enhebrar un razonamiento complejo. A la prensa, cuando se dignaba a responder, siempre contestaba que todo iba bien. Y cuando los asuntos eran espinosos, que él no sabía nada. Eso dijo cuando le inquirieron por el asesinato el 1 de junio de 2013 de su principal adversario político, el ingeniero Arturo Hernández Cardona, líder de Unidad Popular, y a quien, según declararía meses después un testigo, había ultimado él personalmente de dos tiros.
Y tampoco supo nada después de la masacre de Iguala. Con los cadáveres aún calientes de seis personas, cinco muertos a balazos y otro desollado vivo, Abarca aseguró con su estilo tajante que no se había enterado, que él había pasado la noche bailando rancheras con su esposa y que, ya de mañana, todo estaba tranquilo y en calma. En aquel momento no se conocía aún la desaparición de los 43 normalistas. Para cuando se descubrió, él y su esposa se habían fugado.
Nadie duda de que en su huida recibieron ayuda de Guerreros Unidos. Una organización salvaje, surgida del colapso del imperio de Arturo Beltrán Leyva, el Jefe de Jefes, e íntimamente conectada a su esposa. Dos de sus hermanos, Alberto y Mario, habían hecho carrera en el narco. Empezaron a principios de 2000 en Guerrero, como pequeños vendedores de droga, pero poco a poco ascendieron en la escala del crimen hasta que el cartel de Sinaloa, en aquellas fechas en manos del Chapo Guzmán, les abrió las puertas al tráfico de cocaína procedente de Colombia y Venezuela. Cumplido este cometido, recibieron un encargo más venenoso: abrir una sucursal de sicarios en Guerrero para enfrentarse a la expansión de los Zetas y la Familia Michoacana. El resultado fue el embrión de Guerreros Unidos.
Cuando El Chapo se separó de Beltrán Leyva, los hermanos Pineda se apuntaron aparentemente al bando de este último. En diciembre de 2009 una mano asesina arrojó sus cadáveres a la carretera de la Ciudad de México a Cuernavaca. Supuestamente habían intentado traicionar al Jefe de Jefes. Ese mismo año, un tercer hermano, Salomón, ingresó en prisión por narcotráfico y posesión de armas. Al salir de la cárcel, se integró en Guerreros Unidos como uno de los cabecillas. Para completar este abismal círculo familiar, la madre ha sido señalada como testaferro del narco. Hace un año la secuestró un cartel rival. Maniatada y con los ojos tapados, fue obligada a contar ante una cámara los pormenores de su familia, entre otros, que su yerno protegía los intereses de Guerreros Unidos.
Con esta parentela, a pocos les extrañó la fulgurante escalada social del matrimonio. En pocos años, habían pasado de vender sandalias y sombreros de paja a poseer 17 propiedades entre ellas el centro comercial Los Tamarindos, el mayor de la ciudad. Desde esta plataforma, Abarca dio el salto a la política de la mano del factótum local Lázaro Mazón, ahora fulminado por el escándalo. Mazón, antiguo alcalde de Iguala por el PRD y en sus últimos tiempos hombre fuerte en la zona del candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador, intercedió en su época de senador para lograr la cesión de terrenos sobre los que se construyó el centro comercial.
Una vez alcanzada la alcaldía, Abarca fue, día a día, cediendo el terreno a su esposa. La primera dama de la ciudad de provincias venía con hambre de poder. Ella era la que aparecía en las fotografías en primer plano, ella era la que, como recuerdan algunos concejales, entraba en las reuniones y daba las órdenes. Calculadora y dominante, empezó a preparar su asalto a la alcaldía. Ocupó la presidencia de un organismo público, Desarrollo Integral de la Familia (DIF), logró ser elegida consejera estatal del PRD y su próximo paso era presentar la candidatura.
En su expansión, tuvo sus primeros choques, entre ellos con su rival, el administrador municipal Justino Carvajal Salgado. Y también con el ingeniero Hernández Cardona, a quien en público llegó a amenazar de muerte. Ambos no tardaron en desaparecer del mapa.
Nada parecía poder frenar su ascenso. Tenía de su parte el dinero, el cargo y, sobre todo, el poder de las tinieblas. Como ha declarado el líder de Guerreros Unidos, ahora detenido, ella manejaba las cuentas del cartel y había financiado las campañas del ya defenestrado gobernador Ángel Aguirre, del PRD.
El 26 de septiembre, utilizando como excusa la presentación de su informe de actividades en el DIF, organizó un gran acto en el zócalo. Arrancaba su carrera para las elecciones de 2015. Fue justo ese día cuando llegaron a Iguala dos autobuses cargados de normalistas. Iban a recaudar fondos. Viejos enemigos políticos del matrimonio, su presencia en la ciudad encendió las alarmas.
La pareja exigió a la policía municipal, un brazo armado del cartel, que impidiese que reventasen el acto. La orden devino en locura. Los agentes atacaron a sangre y fuego a los estudiantes. Los que no lograron huir fueron detenidos y, según la fiscalía, conducidos a manos de los liquidadores de Guerreros Unidos. En un vertedero, con la precisión que dan años de práctica, se les ejecutó e incineró.
Pero la pareja no se alteró. Aún tuvo tiempo para pedir su baja del cargo y abandonar Iguala con tranquilidad. Durante más de un mes su paradero fue un misterio. En la madrugada del 4 de noviembre fueron capturados en una desdentada casa del barrio de Iztapalapa, en la laberíntica Ciudad de México. Dormían sobre un colchón hinchable. Él estaba demacrado; ella, maquillada y nerviosa. Desde entonces, han negado cualquier implicación en los hechos. Como tantas otras veces, aducen que no saben nada.
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