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Poder, sangre y corrupción en Iguala

La primera reconstrucción oficial muestra el papel determinante del alcalde y su esposa en la desaparición de los 43 normalistas

Jan Martínez Ahrens
José Luis Abarca, alcalde de Iguala, en busca y captura.
José Luis Abarca, alcalde de Iguala, en busca y captura.Y. CORTEZ (Afp)

Él dirigía la policía, ella reinaba sobre los sicarios; él era el alcalde, ella su esposa. José Luis Abarca Velázquez y María de los Ángeles Pineda Villa formaban una pareja letal. Ambos pusieron en marcha la noche del 26 de septiembre el mecanismo infernal que dejó seis muertos sobre el asfalto de Iguala, hizo desaparecer a 43 estudiantes y sumió a México en un túnel del que aún no ha salido. Ahora, casi un mes después, la Procuraduría General de la Republica ha ofrecido la primera reconstrucción oficial de lo ocurrido en aquellas horas salvajes. El relato, fruto de 17 días de intensas investigaciones, 52 detenciones y un extraordinario despliegue policial, muestra un escenario convulso, de poder, sangre y corrupción, en el que la pareja Abarca-Pineda juega un papel clave.

La mujer, hija y hermana de narcos, dirigía, según los investigadores, el cartel de Guerreros Unidos en Iguala, en complicidad con su esposo. Pero había decidido dar un paso más: quería la alcaldía. Con este objetivo había logrado ser elegida consejera estatal del PRD y se había hecho cargo de un organismo municipal, que le tenía que servir como catapulta. Su primer gran acto se celebraba ese viernes en el zócalo. Ahí iba a empezar su carrera para las elecciones de 2015. Contaba con el apoyo de su marido, el respaldo del principal partido del estado y, sobre todo, tenía el poder de las tinieblas de su parte. Guerreros Unidos se había infiltrado hasta tal punto en el Ayuntamiento que, según la procuraduría, era quien elegía los policías. Su marido, además, mantenía la armonía entregando fuertes sumas a la organización (hasta 240.000 euros a la semana; 300.000 dólares), de los que un buen pellizco iba al bolsillo de los sicarios reconvertidos en agentes. Con estas alianzas y en un clima de impunidad absoluta, nada parecía poder frenarla. Pero justo ese día llegaron a Iguala dos autobuses cargados de estudiantes de magisterio de la Escuela Rural Normal de Ayotzinapa.

Los jóvenes, como recordó ayer el procurador general, Jesús Murillo Karam, mantenían un viejo pulso contra el alcalde. Le culpaban de la tortura y asesinato de un líder campesino, el ingeniero Arturo Hernández Cardona. Y ya en junio de 2013, habían atacado la sede municipal y llenado sus paredes de pintadas acusando del crimen al regidor.

Cuando esa tarde entraron en Iguala, los sicarios que controlan la ciudad alertaron inmediatamente a la sede de la Policía Municipal. Todos creyeron que los estudiantes iban a reventar el acto de María de los Ángeles Pineda. Nada más lo supo el alcalde, exigió a sus agentes que lo impidiesen a toda costa. La orden devino en locura. Tras pedir refuerzos a la vecina localidad de Cocula, también en manos del narco, la policía desató su furia y en sucesivos ataques, como si se enfrentasen a un cartel enemigo, acabó a tiros con dos estudiantes; a otro le desollaron la cara y le arrancaron los ojos (una práctica clásica del narco para señalar a sus rivales). La vorágine siguió luego en una carretera federal, donde mataron a balazos a otras tres personas, entre ellas un chico de 15 años, al confundirlas con normalistas. Entre tanto, decenas de estudiantes fueron detenidos y conducidos a la comandancia policial de Iguala. Allí la maquinaria del horror volvió a ponerse en marcha. Para borrar rastros, los normalistas fueron entregados a los agentes de Cocula. Estos, cambiando las placas de sus vehículos y falseando sus partes de operaciones, les transportaron y les pusieron en manos de Guerreros Unidos. La suerte estaba prácticamente echada. El propio jefe de sicarios, en una serie de mensajes por móvil, informó al líder, Sidronio Casarrubias Salgado, de que los responsables de los desórdenes de Iguala eran integrantes de Los Rojos, la organización con la que mantenían una encarnizada guerra. Sidronio, “en defensa de su territorio”, dio luz verde al jefe de asesinos.

En una camioneta de ganado, los normalistas fueron conducidos por un camino de tierra hasta el cerro de Pueblo Viejo, una de las puertas del infierno. En el lugar, la policía ha descubierto hasta la fecha nueve fosas y desenterrado 30 cadáveres. La camioneta fue hallada días después en un predio cercano, propiedad del jefe de sicarios. Los cuerpos, pese a que en un principio se descartó que correspondiesen a los normalistas, han vuelto a analizarse ante la posibilidad de que las muestras fueran mal tomadas. La identificación corre a cargo de forenses argentinos curtidos en los horrores australes. Nadie lo dice en voz alta, pero los investigadores creen que ahí pudieron ser asesinados. Aunque el líder de Guerreros Unidos ha sido detenido y ha empezado a confesar, el alcalde y su esposa siguen fugados. Tras ellos tienen el mayor despliegue policial visto en años. Un país entero aguarda a su captura.

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Sobre la firma

Jan Martínez Ahrens
Director de EL PAÍS-América. Fue director adjunto en Madrid y corresponsal jefe en EE UU y México. En 2017, el Club de Prensa Internacional le dio el premio al mejor corresponsal. Participó en Wikileaks, Los papeles de Guantánamo y Chinaleaks. Ldo. en Filosofía, máster en Periodismo y PDD por el IESE, fue alumno de García Márquez en FNPI.

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