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Tribuna
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Puente aéreo

En los años ochenta el narcotráfico unió por aire los centros de producción de cocaína en Perú y Bolivia con Colombia

Gustavo Gorriti

El narcotráfico, esa forma de capitalismo engañosamente primitivo, se hizo trágicamente central en el continente americano desde mediados de la década de los setenta. Cuando las economías legales de casi toda Latinoamérica todavía se guarecían en los proteccionismos cepalianos y persistían fatigadamente en la sustitución de importaciones, el narcotráfico —impulsado por la intensa demanda de una redescubierta cocaína— rompió barreras, fronteras e instituciones; atravesó, con la potencia del lucro, los espectros políticos e ideológicos y también las líneas militares. Fue en buena medida, aunque bajo diferentes condiciones, un precursor de la revolución neoliberal que poco después transformó el continente.

El narcotráfico creó desigualdades brutales entre el proletariado de la coca y la plutocracia de la cocaína. El capitalismo del narcotráfico hizo frente a la llamada guerra contra las drogas con respuestas variables según el caso, el lugar y el narcotraficante. Desde niveles ferales de violencia hasta la preferencia de la plata sobre el plomo.

La otra, acaso la más importante característica, fue desarrollar una eficiencia productiva y distributiva que redujo los impactos de la represión a niveles de merma tolerable.

La respuesta a las demandas de logística extrema fue el desarrollo, en los ochenta, del puente aéreo del narcotráfico que unió los centros de producción de pasta de cocaína en Perú y Bolivia con los de refinación y distribución en Colombia.

EE UU cambió de política y ahora se opone al derribo de las ‘narcoavionetas’

El puente aéreo fue formado por centenares de avionetas que hacían el vuelo de ida y vuelta, sobre todo entre los valles del Alto Huallaga y el VRAE (Valle del Río Apurímac y Ene) en Perú y Colombia. Cada avioneta monomotora llevaba alrededor de 300 kilos de pasta básica de cocaína. Los vuelos de día y de noche garantizaron un flujo constante y rápido, que energizó la producción y multiplicó los ciclos de venta. Fue tal la demanda y la organización dedicada a abastecerla, que Perú llegó a tener más de 130.000 hectáreas de cocales, casi tres veces el área de hoy.

En la “guerra contra las drogas”, Estados Unidos y sus aliados latinoamericanos tuvieron algunos logros, pero a nivel estratégico sufrieron derrota tras derrota. Entre 1994 y 1996, sin embargo, el narcotráfico sufrió un revés estratégico mayor, el único hasta hoy.

En Colombia, el grupo de Cali liderado por los Rodríguez Orejuela, que había establecido una meticulosa integración vertical del narcotráfico, fue desbaratado. Pero lo más importante fue una ofensiva conjunta de Estados Unidos con Perú para destruir el puente aéreo de la cocaína.

Aviones AWAC, que despegaban desde Panamá; aeronaves Orion P-3 que lo hacían desde Manta, en Ecuador; junto con radares en tierra en Iquitos y Andoas, en la selva peruana, cubrieron con sus diferentes pisos radáricos, el vuelo de las narcoavionetas.

Ubicada su línea de vuelo, las avionetas eran interceptadas por aviones peruanos de empleo táctico: los Tucano y los A-37. Conminadas a aterrizar, las avionetas eran derribadas si se negaban a hacerlo.

De acuerdo con fuentes de la Fuerza Aérea peruana, hubo más de 300 vuelos de interdicción que llevaron a la destrucción de 100 narcoavionetas, buena parte de las cuales fueron derribadas en el aire.

El efecto fue contundente: los narcovuelos cesaron, el precio se desplomó, el área plantada con coca cayó desde 130.000 hectáreas en Perú a menos de 30.000.

Pero no se consolidó lo ganado; y el abatimiento de una avioneta de una familia de misioneros, con la muerte de dos personas en 2001, llevó a la suspensión indefinida del programa.

Luego de una lenta recuperación, el narcotráfico peruano pasó de exportar la cocaína a pie, en caravanas de mochileros, a hacerlo en vehículos. Y desde el 2012, ante el aumento de la demanda, una flota creciente de vetustas avionetas bolivianas reconstruyó el puente aéreo de la cocaína —ahora desde las zonas productoras a Bolivia y desde ahí a Brasil—.

De pocos vuelos por semana, se pasó a cuatro o más por día, solo en el valle del VRAE. Irónicamente, el VRAE, que es la zona más militarizada de Perú por la presencia agresiva de una guerrilla postsenderista, registra una invasión cotidiana de las avionetas bolivianas —salvadas del chatarreo en Estados Unidos y vendidas a compañías bolivianas que emplean a sus semisuicidas pilotos (el porcentaje de accidentes parece alto) en la aeroexportación de la droga—.

Las avionetas sobrevuelan las bases militares y aterrizan cerca de ellas, sin que las fuerzas de seguridad puedan impedirlo.

¿Por qué? Sucede que Estados Unidos cambió de política y ahora se opone decididamente al derribo de las narcoavionetas. En la colonializada guerra antidrogas la regla ha sido que EE UU manda y punto final, aunque hay ahora signos claros de que —desde Tegucigalpa hasta Lima— el liderazgo estadounidense ya no es aceptado en forma reverencial.

Entre tanto, mientras Perú busca identificar formas aceptables de interdicción aérea, el ruido de los motores de avioneta sobre los cielos del VRAE y otros valles productores de cocaína indica el crecimiento veloz de un narcotráfico energizado, lo cual, en lo que respecta al crimen organizado, representa malas noticias para el continente.

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