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Columna
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Disparar al pueblo

Lluís Bassets

Gobiernan en nombre del pueblo, pero si hace falta disparan contra el pueblo. No es una decisión fácil para los regímenes que se apoyan en el mito de un pueblo erigido en señor absoluto de su destino. Los soldados del pueblo reciben la orden de disparar sobre los obreros, los estudiantes u otros soldados, elementos también mitificados de este pueblo elevado a los altares de la religión de la historia. Pero quienes dan la orden son los carismáticos y adorados caudillos del pueblo.

Ha ocurrido en muchas ocasiones durante el siglo XX. La primera de ellas en Kronstadt, cuando la rebelión del consejo o sóviet de los marineros fue reprimida a sangre y fuego por los propios sóviets. Fue en 1921, con Trostki al frente del Ejército Rojo y Lenin en la presidencia del régimen. Para el fundador de la Unión Soviética aquellos hechos “iluminaron la realidad como un relámpago”. Tras la brutal represión empezó la Nueva Política Económica, que reintroducía la empresa privada después del comunismo de guerra.

La última fue hace 25 años, en Tiananmen, junto a la tumba de Mao Zedong, en días cruciales para el futuro del bloque comunista. Pocos meses después de la matanza, los regímenes comunistas europeos caían pacíficamente uno detrás de otro, entre otras razones porque nadie quiso o pudo dar la orden de disparar contra el pueblo como habían hecho los dirigentes chinos poco antes y los soviéticos en abundantes ocasiones anteriores.

Todos los regímenes que secuestran la voluntad del pueblo para mandar en su nombre se confrontan un día u otro con esta sangrienta paradoja. Quien no es capaz de disparar al pueblo no vale para esa tarea. Incluso para los dictadores es una tragedia, pero no porque corra la sangre del pueblo por los disparos de los soldados del pueblo, sino por su sentido griego, su carácter fatídico, guiado por el destino, que conduce, a falta de democracia y de Estado de derecho, a resolver los conflictos internos y las reivindicaciones populares con el viejo instrumento de la represión y del crimen de Estado.

De Tiananmen salió un régimen purgado de dirigentes blandos y dubitativos, pero reafirmado en la vía capitalista: puño de hierro para las libertades públicas y máxima libertad para quienes quieran prosperar en la economía de mercado. A pesar de la incomodidad inicial y de las protestas occidentales, el mundo entero se conformó pronto con el olvido. Tiananmen se convirtió en un tabú dentro de China y en una referencia incómoda para quienes mantienen estrechas relaciones con Pekín. Hemos canjeado la libertad de los chinos por la prosperidad de todos dentro de la economía globalizada. Eso es Tiananmen.

Una decisión de tal envergadura y dramatismo tiene carácter fundacional, y por tanto de irreprimible rememoración. Cabe extender sobre ella un espeso silencio, como han venido haciendo los dirigentes chinos desde hace 25 años, pero todo el mundo sabe que está presente y es incluso visible en el vacío ayer en la plaza, desalojada de público por la policía. No conmemora hechos del pasado, sino que celebra un futuro en el que hechos como aquellos no puedan repetirse.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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