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Aun con YouTube, la ‘realpolitik’ manda

Las nuevas tecnologías facilitan la denuncia de crímenes contra la humanidad, pero los intereses estratégicos de las potencias frenan las intervenciones humanitarias

Víctimas edl ataque químico en Ghuta, Damasco, el pasado agosto.
Víctimas edl ataque químico en Ghuta, Damasco, el pasado agosto.AP

La matanza de My Lai ocurrió el 16 de marzo de 1968 pero el mundo tardó 20 meses en saber que soldados estadounidenses habían asesinado brutalmente a unos 500 civiles vietnamitas en una aldea. El mundo supo gracias a una exclusiva del periodista Seymour Hersh. El pasado 21 de agosto un ataque con armas químicas mató a unas 1.000 personas en Ghuta, un suburbio de Damasco (Siria). Y en solo unas horas cualquiera con una conexión a Internet pudo ver las imágenes brutales grabadas por ciudadanos y subidas a YouTube. Cualquiera puede leer o incluso ver desde su portátil los testimonios de los supervivientes de los gulag norcoreanos.

Gracias a la tecnología, el “¡Si hubiéramos sabido!” se puede esgrimir en menos casos. La revolución digital también ha llegado a la denuncia de las violaciones de derechos humanos. Pero convertir los indicios en pruebas admisibles en un tribunal aún es arduo y la protección de los civiles y el castigo a los responsables todavía están sometidos a la misma realpolitik de siempre, definida por intereses estratégicos, relaciones de fuerza y, solo cuando conviene, por los grandes principios.

Paradójicamente, mientras la actual revolución tecnológica amplifica el conocimiento y la indignación de las opiniones públicas por los crímenes contra la humanidad, varios factores geoestratégicos reducen en la actualidad el margen para la aplicación del principio de la responsabilidad de proteger a las civiles, adoptado por las Naciones Unidas en 2005. Según ese principio, que se invocó para justificar la intervención en Libia, si un Estado soberano no garantiza esa protección, la comunidad internacional tiene el derecho/deber de intervenir.

Entre esos factores, destaca el que Estados Unidos –potencia dotada de las mayores capacidades militares para potenciales intervenciones humanitarias- se halle en una fase de reluctancia en cuanto a las intervenciones en el extranjero.

“De alguna manera, las experiencias fallidas de Afganistán, Irak y Libia han minado la lección de Ruanda ((donde la comunidad internacional asistió pasivamente al genocidio perpetrado en 1994)). La opinión pública estadounidense está cansada de despliegues exteriores de alto coste e incierto resultado. En general, tras esas experiencias, las sociedades occidentales están muy escépticas ante los logros de esas acciones y las promesas de los gobiernos. Además, la crisis ha reducido los medios disponibles”, opina Robin Niblett, director del centro de estudios británico Chatham House, en una entrevista concedida en Madrid.

Naturalmente, nada tienen a que ver operaciones como las de Afganistán o Irak con intervenciones de carácter humanitario: pero el temor a quedar atrapados en las inmanejables consecuencias de las acciones militares, fomentado en esas dos experiencias, proyecta su sombra sobre escenarios con características distintas.

Por otra parte, el auge de China y el recuperado activismo de Rusia –ambos con gran proyección internacional, poder de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU y un histórico recelo a permitir intervenciones- complican aún más el margen de maniobra en amplias zonas del planeta. “La cruda verdad es que la responsabilidad de proteger funciona solo en esas áreas donde las grandes potencias no tienen intereses. Así que República Centroafricana, vale; pero Siria, no; Corea del Norte, tampoco”, dice Niblett. “Aun así, esta fase de baja propensión tras las muchas iniciativas de las últimas décadas ((Bosnia (1992), Kosovo (1998), Sierra Leona (2000), Libia (2011), entre otras)) probablemente dará paso a una actitud intermedia entre ese hiperactivismo y la gran reluctancia actual”, concluye.

Revolución tecnológica y activismo ciudadano no pueden vencer la realpolitik, pero sí contribuir a un giro en las opiniones públicas que son también un elemento clave.

Documentar crímenes está al alcance de millones. También denunciarlos. Los teléfonos móviles, las cámaras de vídeo, los tuits... han sustituido a aquellas cartas, postales y telegramas con los que Amnistía Internacional (AI) inundó durante décadas los despachos de tiranos diversos para pedir la excarcelación de los presos de conciencia. “Incluso si las denuncias no se traducen en una rendición de cuentas completa, sí es presión que se va acumulando”, constata por teléfono desde Londres Sherif Elsayed-Ali, subdirector de asuntos globales de Amnistía. Su compañera Tanya O'Carroll, experta en tecnología y derechos humanos, recalca que las nuevas fuentes permiten romper el monopolio del Estado sobre la información y posibilitar nuevas investigaciones, pero destaca que los cambios reales en este ámbito son siempre fruto de la combinación de herramientas: la movilización (mucho más fácil ahora gracias a las redes sociales), ejercer presión sobre los políticos y otros poderosos, y los tribunales.

Pero O'Carroll advierte también sobre la ambivalencia de la tecnología: las mismas herramientas que en países muy cerrados, con censura muy potente, resultan utilísimas para denunciar los abusos son utilizadas por el poder para espiar y cazar a los denunciantes. E insiste en cómo frecuentemente los métodos tradicionales --contrastar con fuentes sobre el terreno si el abuso ha ocurrido cuándo y dónde se denuncia-- son imprescindibles para autentificar las denuncias logradas por medios novedosos.

La experta de AI relata el caso de la decapitación de dos mandos militares del Ejército de El Asad por parte de milicias opositoras sirias en agosto de 2012. La Unidad de Prevención de Crisis y Respuestas de Amnistía descubrió el vídeo de la decapitación en Twitter y, con ayuda de otros tuiteros, detectó rápidamente que la supuesta fecha del incidente era incorrecta. Completaron la historia a la vieja usanza: cuatro sirios consultados por separado confirmaron que los diálogos eran en el dialecto de Deir el Zor y mediante otra organización especializada en Siria una fuente sobre el terreno les confirmó la decapitación de dos militares en el barrio donde los parientes de las víctimas denunciaron que ocurrió la ejecución sumaria.

AI tiene una unidad (de estudiantes voluntarios) que criba la abrumadora cantidad de vídeos en circulación. También trabaja en la creación de una aplicación que, al añadir información de geolocalización y de la fecha, contribuirá a poder usar vídeos de YouTube como pruebas ante la Corte Penal Internacional y en un botón del pánico para que cientos de defensores de derechos humanos que trabajan por el mundo conviertan sus móviles en un sistema de alerta de emergencias.

De todos modos y pese a la revolución tecnológica, aún quedan muchas zonas a oscuras, escenario de flagrantes violaciones de derechos humanos. La República Centroafricana es ahora mismo una de ellas. La ONU ha alertado sobre la limpieza étnica de los musulmanes. Peter Bouckaert, de Human Rights Watch, tuiteaba el viernes que los periodistas se están yendo y pedía a los cibernautas que retuiteen las denuncias de quienes están sobre el terreno.

Solo un soldado de EEUU fue castigado por My Lai. El Asad está desprendiéndose de su arsenal químico, pero ahora mata con bombardeos con bidones rellenos de explosivos. Y el despliegue militar en la República Centroafricana parece insuficiente para detener la matanza. Pero las pruebas se acumulan.

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