Madiba y los niños del Paraíso
Que desaparezca su presencia y que su memoria se impregne en la conciencia de todos
Nelson Mandela ha alcanzado el horizonte en donde su marcha pudo, al fin, detenerse. Una marcha que iniciaron pies cansados y llenos de cadenas, amarrados al grillete de una esclavitud vergonzosa.
Esa marcha que continuaron las hordas de trabajadores que salían de las plantaciones de todas partes del mundo, tarareando un solo himno de libertad. Esa marcha en que desfiló Marcus Garvey, Martin Luther King Jr., Rosa Parks, Desmond Tutu, y miles de héroes anónimos en todos los espacios y en todos los tiempos.
Esa marcha que tomó la forma de discursos y de consignas, de canciones y de panfletos, de sublevaciones y de protestas. Una marcha histórica hacia la aurora de un día de igualdad. Una marcha en la lucha contra la segregación racial.
Lo dijo el día de su juicio legendario: la lucha contra el apartheid era una causa por la que estaba dispuesto a morir.
Era el hijo de una familia real, pero las leyes de su país lo trataron como un ser inferior a los hombres
En cambio le tocó vivir por ella. Vivir en el vientre gris de una celda amurallada con el cemento del odio, durante 27 largos años de camino hacia la libertad. Vivir para estrechar con amor las manos de la misma clase que puso grilletes en sus brazos. Vivir para ser una piedra en el camino de toda tiranía, un ariete en el paso de toda opresión, diciendo: “de aquí no pasarás”.
Era el hijo de una familia real, pero las leyes de su país lo trataron como un ser inferior a los hombres. Lo despojaron de todo rango, le arrebataron su libertad y su familia, y fue entonces cuando, desprovisto de toda vanidad, vistió la prenda más hermosa que puede portar un ser humano: su dignidad.
Por la reconciliación nacional de su pueblo, el hombre que fue tratado con odio y violencia, gobernó con paz y tolerancia. El hombre que alzó su voz contra la discriminación racial y la opresión, predicó el perdón y la reconciliación y pidió a su pueblo y al mundo entero no olvidar lo acontecido, pero sin venganza.
Ha muerto Madiba. Su ocaso sería una tragedia de no ser porque su vida fue un milagro de tanta incandescencia.
No tuve el honor de conocerlo, pero quizás fue aún mayor el honor de admirarlo. El honor de saber que existía alguien cuyo apego a la paz perduró en la peor noche del resentimiento, alguien que resistió la tentación de la violencia como un asceta en el desierto.
Hoy quiero pedirle al cielo paz a sus restos. Que duerma su cuerpo y que su espíritu sueñe. Que desaparezca su presencia y que su memoria se impregne en la conciencia de todos. Llegará el día, Mandela, en que la luz de la tolerancia iluminará los rincones más oscuros de la Tierra. Llegará el día en que, en tus propias palabras, “viviremos como los niños del Paraíso”.
Hasta entonces y para siempre: gracias.
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