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Tribuna
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Dólar, ¿Quo Vadis?

La preminencia de la moneda es más producto de la confianza en que hoy no existe otra mejor alternativa para proseguir acumulando riqueza

En los Estados Unidos hay conciencia del lugar especial que ocupan en el mundo. La inferencia de que es el país excepcional e indispensable viene por añadidura. Lo siente el hombre de la calle, lo proclaman sus políticos de todo cuño, lo celebran sus intelectuales. Entre estos, no son pocos los que asocian su singularidad con otro concepto que también está profundamente arraigado – la hegemonía. Para ellos no hay país que en la actualidad puede disputarle su supremacía. De mi parte más me llama la atención el intelectual reflexivo que no soslaya el evidente deterioro de la fábrica económica y política del país y su relativo retroceso frente al creciente poderío industrial de la China y otros países. Parecen advertir: “sí, se puede derrumbar el pilar que ha sostenido el orden económico internacional desde hace siete décadas, pero lo que se vendría en su reemplazo bien podría hacernos extrañar sus enorme problemas.” ¿Habrá un argumento más sutil que abogue por la necesidad de mantener la preeminencia del país-excepción?

Plan Marshall, arsenal de la democracia, primer viaje a la luna, meca de la libertad económica, su idioma la lengua universal. Podemos seguir contando pero la convicción en la excepcionalidad, en última instancia, no se podrá sustentar en pergaminos que le dan brillo sino en algo mucho más pedestre: la vigencia del dólar como moneda global de reserva. Preguntémonos entonces: ¿puede Estados Unidos mantener este privilegio, la hegemonía del dólar, en el marco de una política monetaria que intenta (sin mayor éxito) morigerar los efectos de una crisis profunda y de larga duración? La ortodoxia económica invoca la racionalidad de los mercados para sugerir que no va a ser posible. Pontifica que el chorreo de dólares durante cinco años por la aplicación de la flexibilización cuantitativa – ya van $4 mil millones, más del 20% del PBI norteamericano – hace la situación insostenible. Tarde o temprano, arguye, se impone la ley de la oferta y demanda, el precio del dólar se va a desplomar, punto. Mejor entonces venderlos.

Yo no me atrevo a predecirle si llegó el momento de correr a comprar oro, o si ya cabe imaginar el mundo sin la excepcionalidad del dólar, pero sí le quiero proponer que adopte una visión más integral del asunto. Mire, Shakespeare puede ser su punto de partida: “Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, de las que se sueñan en tu filosofía.” Prepárese entonces para disfrutar de una obra cuya trama gira alrededor de uno de los temas que más le interesó: el apetito de los seres humanos por el poder, los hilos visibles e invisibles que lo mueven. Y expóngase a un escenario sui generis: los personajes centrales representan fuerzas capaces, porque tienen poder, de imprimir al funcionamiento de los mercados la racionalidad que le sirve a sus intereses y no a la sociedad en su conjunto. Que suba el telón.

La pieza introduce lo que es fácil de reconocer: Estados Unidos se configura al momento como la indiscutida potencia financiera mundial, pero pregúntese de inmediato si se comporta de un modo que apuntala y fomenta los intereses de todos los dispuestos a conceder al dólar el privilegio de moneda reserva. Observe que un personaje críticamente importante, China, nunca hubiera podido hacer crecer sus industrias de un modo tan rápido y espectacular sin el predominio y preferencia por el dólar. Reflexione: ¿sigue vigente esta convergencia de intereses? Tanta emisión inorgánica del dólar sugeriría que Estados Unidos y los tenedores de sus bonos han entrado a una etapa conflictiva, ¿verdad? Pero no se apresure, identifique y aprenda bien las líneas del personaje central de la obra: la gran banca comercial. Preste atención, especialmente, a lo que esconde esa desfachatez llamada flexibilización cuantitativa, esa política obscena e injustificable que otro personaje, la Reserva Federal, ha puesto a su servicio: con cada aviso o rumor de su próximo término, las tasas de interés se disparan; el dólar por tanto se aprecia, pero el problema es que se derrumban el precio de los bonos y, con ello, la rentabilidad de la gran banca. Y también desde luego la de los inversores, entre ellos China, que los tienen en cartera. Piense que este país bien puede estar apoyando, no importa si a regañadientes, un status quo que mantiene la preeminencia del dólar y, de paso, los privilegios y la primacía de la banca norteamericana. Medite que en esta difícil coyuntura actual, la alternativa significaría hundirse con ella.

El libreto se pone más interesante. Calibre bien las consecuencias de tanto dólar circulando por todo el mundo, un chorreo que magnifica el poder e influencia de las finanzas en la fábrica social, económica y política de los países. No ignore que el mucho dólar que corre está bajo el control de pocas manos: solamente en Estados Unidos el 0.2% de los bancos controlan el 70% de los activos financieros. Note que porque este país marca la pauta, se afirma en todo el mundo la tendencia de concentrar decisiones importantes sobre economía y finanzas en tecnócratas que no rinden cuentas a electorados que las sufren sino al puñado que es dueño del dinero. Washington, Londres, Frankfurt y Tokio entienden el lenguaje de Wall Street. Y tal vez pronto Beijing, a decir de los esfuerzos de JP Morgan para fichar parientes de las altas autoridades chinas. ¿Ya se convenció que consultar y analizar los mercados para decidir, por ejemplo, si debe vender o retener sus dólares, es una mera adivinanza? Mejor contrate a Edward Snowden para escuchar y enterarse cómo los mandarines de las grandes finanzas y otros miembros del reparto, sus empleados ilustrados en la Reserva Federal, el Fondo Monetario Internacional, el Banco de Japón y el Banco Central Europeo, digitan los mercados cambiarios y a quiénes benefician.

El drama no pierde intensidad, el genial dramaturgo ilustra el espíritu de estos tiempos: “Si el dinero va delante todos los caminos se abren”. Lástima que le muestren vistas que desconsuelan: el corredor Washington-Wall Street mantiene sin regulación al 60% de las transacciones bancarias, la gran banca comercial hace multimillonarias apuestas propias de un casino, el crédito al sector productivo languidece, los bancos son rescatados y los deudores a su suerte abandonados. Y, con respecto al dinero que lubrica este orden insano, observe que el libreto no contempla frenos y controles institucionales que los podría ofrecer, por ejemplo, un régimen sobre el eje de una moneda única global de reserva bajo control de una entidad supranacional. Lástima que su implantación sea poco probable: en el ámbito de la economía y las finanzas internacionales, la historia demuestra que a las naciones todavía les falta aprender cómo convivir bien en un orden multipolar. También, y por lo mucho que está en juego, Estados Unidos, como antaño, se opondría. Tiene todavía el peso político y económico para descarrilar una iniciativa como tal.

Ya entonces lo habrá adivinado: al momento el dólar, moneda del país excepcional, mantendrá su importantísima vigencia en los mercados. No obstante, observe que su vigencia ya no se ampara tanto en los atributos y el vigor productivo de la economía norteamericana. Su preeminencia es cada vez más producto de la confianza en que hoy no existe otra mejor alternativa para proseguir acumulando riqueza bajo la modalidad principal de estos tiempos tan carentes de moderación y prudencia – la incontrolada especulación financiera. He aquí la clave de su verdadera excepcionalidad. El asunto puede reventar, y feo, si abruptamente se rompen los lazos de hermandad mundial entre los que tienen campo libre para hacer más dinero con dinero. Shakespeare, de nuevo: “el apetito, lobo universal, doblemente secundado por la voluntad y el poder, hace necesariamente su presa el universo entero, hasta que al fin se devora a sí mismo.”

Apueste mejor por el cambio menos traumático, por la propuesta sensata: exija que los gobiernos, empezando por el de Estados Unidos, representen menos los intereses de las finanzas y más lo del resto de la sociedad. Esto sería lo extraordinario, lo realmente más excepcional, ¿no le parece? Rece para que lo escuchen. Si no lo escuchan, indígnese, grite y exija más. Buena suerte. Que baje el telón.

Jorge L. Daly es escritor y economista político. En la actualidad ejerce cátedra en la Universidad Centrum-Católica de Lima.

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