“Si quiere ayudarme, deme trabajo”
Miles de jornaleros indígenas trabajan en paupérrimas condiciones en la cosecha de hortalizas en México
Es temporada de cosecha de chiles y en la comunidad de Los Ramírez, en el Estado de Guanajuato (centro del país), es el tiempo en que llegan los oaxaquillas. Así se refieren los pobladores a los cientos –2.000 este año, según datos oficiales– de indígenas mixtecos que trabajan en los campos por nueve dólares diarios por familia. Una tercera parte de ellos son niños.
Alquilan viviendas sin terminar, sin agua potable, puertas y en muchos casos sin techo, y trabajan de 10 a 12 horas sin ningún tipo de garantía más que el pago que recibe al terminar la jornada. Una familia de cinco miembros puede recolectar chiles por unos 120 pesos, unos nueve dólares. Vienen de Metlatónoc, la región más pobre del país según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), en el Estado de Guerrero, a unos kilómetros de la frontera con Oaxaca. El índice de desarrollo es equiparable al de Burundi, indica la Comisión Nacional de la Población (Conapo).
Los campos mexicanos, sometidos a años de abandono y el éxodo de millones de jornaleros mexicanos que han partido a Estados Unidos, son cosechados en su gran mayoría por ellos, indígenas mixtecos que viajan a todo el país. Tienen tan claro que hacen el trabajo de los que se fueron que algunos se refieren a las cosechas mejor pagadas como “El Norte chiquito”: una versión pequeña del destino de los inmigrantes que viajan a EE UU. “Hacen el trabajo de muchos de los que se fueron para allá”, comenta Luis Martínez, un vecino.
No obstante, las condiciones de trabajo de los jornaleros, que viajan con la familia entera, ha alarmado a algunos observadores. “Su trato es una violación a los derechos humanos”, denuncia la ONG Atoctli. Los niños y los bebés suelen enfermarse por la exposición a los fertilizantes, según denunció el Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF), hace unos meses. Un bebé de 10 meses murió en mayo pasado de desnutrición.
Pero Miguel López Jaime, de 1,60 de estatura y la cabeza de una familia de ocho personas que trabaja en los campos, asegura que “allá estamos peor”. La mayoría no habla castellano y desconfía del foráneo. López repite: “Aquí podemos trabajar, allá no”. En Metlatónoc, el 76% de las casas no tiene agua ni drenaje. El 87% de las familias subsiste con 90 pesos diarios (7 dólares).
Los jornaleros pueden dormir hasta 40 en unos 60 metros cuadrados, y les cobran de alquiler unos 500 pesos al mes. Otros dicen que pagan hasta 1.000. Solo los muy pequeños se quedan ahí durante el día. Es común que una niña mayor se quede a cargo de los niños que están enfermos. Es el caso de Soraya, de 10 años, que se ha quedado a cargo de Lupita, de cuatro, y Mateo, de dos miran una pequeña televisión (el único mueble de la casa) que transmite una película de Barbie en inglés.
En el campo, a 34 grados centígrados, los niños corren en cuanto miran un coche acercarse. “Han de pensar que les darán despensas”, comenta uno de los conductores. Don Miguel se encoge de hombros: “Si nos quieren ayudar, que nos den trabajo”. Su mujer, una mujer que recolecta chiles con un bebé amarrado a la espalda, Manuela, afirma que hace unas semanas “vinieron unas señoras y nos dijeron que dejáramos a los niños, ¿pero dónde los vamos a dejar?”. Comenta que viene aquí porque “aquí dejan trabajar a las mujeres también”. Hay colectas donde solo se permite trabajar a hombres.
Viajan por todo el país. En Sinaloa recolectan tomates y “pagan mejor que aquí”, explica. Por cada “arpilla” (saco) de chiles, ganan 12 pesos (una familia entera puede entregar 10 por día). Por el tomate les pagan el doble. La pizca (colecta) de chile en Guanajuato está por terminar. La jornada hoy terminó antes, hacia las tres de la tarde. “Ya no hay mucho que recoger”, se queja Manuela. Es madre de ocho niños, cinco de ellas la acompañan en el campo. Los chicos están descalzos. “Tenemos que venir todos”, afirma. Ha comenzado la temporada de lluvias y es hora de partir a otro campo. Cuando se le pregunta dónde está, solo sonríe. “Lejos”, dice.
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