Siria pierde a su infancia en la guerra
Los menores de edad constituyen más de la mitad de los afectados por el conflicto
La manta que cubre a Mohamed Ali Abud tapa su cuerpecito de tres años por debajo del pecho. Duerme con una respiración anómala en una habitación del hospital de El Bab, ciudad de la provincia de Alepo. A su lado, con una tranquilidad pasmosa, aguarda su madre. Corre el mes de agosto de 2012. La guerra ha llegado a la capital económica de Siria para quedarse. El Bab, a escasos 30 kilómetros de la ciudad de Alepo, está ya en manos de los rebeldes. Al pequeño Ali Abud le cayó un techo encima durante un bombardeo. ¿Por qué a él? ¿Por qué a un niño? La mala suerte no casa con las estadísticas, ni tampoco con la forma de usar la violencia pesada. “Cada vez que una casa es alcanzada”, señala Donatella Rovera, investigadora de Amnistía Internacional, en una grabación difundida por la organización en el segundo aniversario de la guerra, “la mayoría de la víctimas son niños”.
La fórmula no es compleja: Siria es un país muy joven, con una media de edad en torno a los 22 años; el 34% de la población es menor de 15 años y las familias son muy numerosas, especialmente en el campo, donde la guerra ha sido y es más abierta; la obsesión del Ejército por reducir bajas y cortar las deserciones ha hecho que las bombas sustituyan al cuerpo a cuerpo, una estrategia de poca precisión en el campo de batalla, que se ceba, por tanto, con las víctimas civiles y, entre ellos, con los niños. “Las fuerzas gubernamentales”, continúa Rovera, que ha documentado el horror desde el interior del país, “saben que nueve de cada diez de sus víctimas son civiles, por lo que ellos son los grandes asesinos de niños”.
Dos años después de que unos menores pintaran en las paredes de las calles de Deraa mensajes contra el régimen de Bachar el Asad, resorte del levantamiento popular y posterior conflicto armado, Siria puede ya denunciar que sus niños han muerto, ha sido torturados, detenidos y hechos desaparecer; que se han quedado sin colegio o atención médica, y que incluso han sido usados por los grupos armados, como ha denunciado la comisión independiente de la ONU que investiga los crímenes de guerra.
Muy al sur de esa provincia donde descansaba en la cama el pequeño Ali Abud, al otro lado de la frontera, en suelo jordano, se refugia de la guerra la familia de Selua al Mohamed. Huyeron de Alepo y ahora sobreviven en Mafraq, en el norte de Jordania. Hay muchos niños, jugando y revoloteando, y otra mujer, hasta ayer niña. Tiene 17 años y hace ya tiempo que dejó la escuela. Ahora ayuda a su madre Selua, de 39 años, a trabajar el campo –cuando no está al cargo de sus otros siete hermanos- y así reunir los 100 euros que necesitan para pagar cada mes el alquiler. Quizá ya no vuelvan a Siria, dicen la dos.
De 2, 3, 17 o 18 años. La guerra siria ha hecho ya pagar el mayor de los precios a los menores de edad. Dentro y fuera del país. Según datos de la agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR), más del 50% del millón de huidos de la batalla tiene menos de 18 años. Los campos de refugiados lo atestiguan. Te reciben corriendo, te siguen, se ríen y juegan. Están, se les ve, es evidente. “Es una crisis humanitaria de niños”, dice desde el campo jordano de Zaatari, a 15 kilómetros de Siria, Aoife McDonnell, portavoz de ACNUR.
Más cifras: según UNICEF, de los cuatro millones de afectados por la guerra, la mitad son menores de edad; de los dos millones de sirios que han abandonado sus hogares, pero no el país, los desplazados, 800.000 son niños; uno de cada cinco colegios dentro del territorio ha sido destruido, dañado o arrebatado a la educación para acoger a las víctimas –en Alepo, solo el 6% de las escuelas están aún en uso. “Si esto sigue así”, alerta en videoconferencia desde Amán (Jordania) Simon Ingram, de UNICEF, “Siria perderá toda una generación de niños”.
Hace unos meses, los equipos de UNICEF lograron vacunar a 1,5 millones de menores de la polio. Ahora, la falta de dinero y las trabas sobre el terreno complican mucho una segunda vacunación. La falta de alimentos y agua en algunas regiones abatidas por la guerra –Siria es uno de los países con mayores problemas de acceso al agua- abusan una vez más de los más vulnerables a las enfermedades: mujeres y niños. Pero existe un riesgo mucho menos tangible. Lo apunta Simon Ingram: “Los niños están perdiendo la experiencia de ser niños”. Ingram saca una lámina y la muestra a la cámara. Es el rostro en primerísimo plano de un adulto pintado en negro sobre fondo negro y una boca enrojecida. El gesto podría ser de horror, pánico, tristeza. O de todo junto. El dibujo es de un niño de Deraa huido de la guerra.
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