François Hollande, el presidente menos popular de la V República francesa
El jefe del Estado recibe sólo un 35% de apoyo ocho meses después de acceder al poder
A los ocho meses de su llegada al Elíseo, la imagen de François Hollande es la de un presidente impávido bajo la tormenta. Ya no cae agua, como el día de su investidura, sino fuego cruzado. Por el flanco izquierdo, Jean-Luc Mélenchon ataca al jefe del Estado diciendo que “está más ciego que Luis XVI”. Por la derecha, la oposición descuartizada por las primarias se divide: los católicos le acusan de sectario por impulsar el matrimonio gay, los liberales le reprochan una política “asistencialista” que castiga a las empresas, y los populistas le acusan de plegarse a las recetas neoliberales. Los sindicatos y el ala izquierda del Partido Socialista reclaman menos austeridad y más firmeza, decepcionados porque el Gobierno no nacionalizara, como propuso Arnaud Montebourg, los altos hornos de ArcelorMittal en Florange. Semana a semana, las encuestas reflejan el creciente descontento y el miedo a que la crisis del sur ponga a Francia contra las cuerdas.
Los sondeos colocan al segundo presidente socialista de la historia moderna y a su primer ministro, Jean-Marc Ayrault, como la dupla más impopular de la V República a estas alturas de mandato, con solo un 35% de opiniones positivas. Una encuesta reciente de L’Humanité revelaba una parte del problema: la indefinición ideológica. Para una mayoría de franceses, Hollande no es “suficientemente de izquierdas”.
El primer ministro Ayrault, forzado a aumentar su presencia mediática, acaba de rechazar que la política económica del Gobierno sea social-liberal. “Estamos haciendo una política social republicana, y es sin duda la más izquierdista de los países del euro”, ha dicho. “Prácticamente todos los demás países han bajado los salarios, las pensiones, las prestaciones sociales, y nosotros no estamos haciendo eso”.
Difícil desmentirlo, pero la ironía es que para la izquierda de la izquierda, que desconfía de Europa y la globalización, Hollande y Ayrault siguen representando a una gauche tibia, sin carácter para frenar las andanadas de la canciller Angela Merkel y el poder de las multinacionales. El escritor Claude Martin decía hace unos días: “Europa está volviendo a la Edad Media y nuestros políticos se muestran cada día más incapaces de evitarlo”.
El mandatario irrita a la derecha y a la Iglesia y es considerado demasiado tibio por la izquierda
Mucho menos omnipresente que su antecesor, Hollande no pierde la flema y aguanta el chaparrón sin levantar la voz. Si el paro sigue batiendo récords, él explica que la realidad de Europa es la que es, promete que los resultados llegarán y recuerda que su gestión debe ser juzgada al final del quinquenio. Si un día afirma que los alcaldes podrán alegar problemas de conciencia para no casar a los gais, al día siguiente recibe a los colectivos desairados, reconoce su error y dice lo contrario. Si Merkel impone sus tesis en Bruselas, replica que lo importante es el acuerdo. Y así con todo. Nadie discute que su pragmatismo líquido ha relajado la histeria oficial que marcó el quinquenio anterior. Pero muchos franceses se sienten confundidos.
Los intelectuales, por ejemplo, encuentran mucho más difícil definir el hollandismo que el sarkozysmo. Laurent Bouvet, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Versalles-Saint-Quentin-en-Yvelines, ha intentado esa proeza en un artículo de Le Monde, que comenzaba glosando la “perplejidad” que genera la política del jefe del Estado, elogiada “por los más entusiastas como una revolución copernicana” y vista por sus detractores “como un inmovilismo radical-socialista a lo Henri Queuille”, un gaullista de la Corrèze (1884-1970) famoso por sostener que para resolver los problemas lo mejor es no hacer nada.
Bouvet recordaba que Emmanuel Todd formuló durante la campaña “la hipótesis provocadora del hollandismo revolucionario”, presagiando que Hollande sería “el primer líder socialdemócrata a la francesa, un gran presidente de izquierdas que, gracias a la eficacia de su política más que a su sentido trágico de la Historia, cambiaría al fin a la sociedad francesa reorientando sus decisiones económicas, pesando más sobre el destino europeo y garantizando una mayor igualdad”.
Según Bouvet, la forma de gobernar de Hollande “se basa en el sentido del equilibrio y en su búsqueda de una síntesis entre posiciones adversas, si no antagonistas. Así, todas las interpretaciones son posibles: sentido táctico agudo, prudencia excesiva, indecisión crónica…”. “El rechazo a dejarse imponer sus decisiones” es para Bouvet la primera característica del hollandismo y su “predilección particular por el juego sutil de las relaciones de fuerza”. Esa forma de entender el poder, forjada durante la década en que Hollande fue primer secretario del PS, prefigura el segundo elemento, “el rechazo a todo apriorismo ideológico, a toda posición doctrinal fijada”.
Es un pragmatismo sin cinismo, explica el autor del libro Le Sens du peuple. La gauche, la démocratie, le populisme, porque se apoya en un reformismo socialdemócrata de estilo nórdico y en un europeísmo convencido, como manda la doble herencia de François Mitterrand y Jacques Delors. Esto explicaría la incomprensión del “pueblo de izquierda”, que percibe como “una traición” todo reformismo pactado porque considera irrenunciable “el gesto ideológico”, la espectacularidad tanto de las renuncias como de las promesas.
La tercera característica acuñada por Bouvet, “la nueva sociología del Estado”, se explica por la llegada al poder de numerosos exalumnos de la Escuela Nacional de Administración (ENA) y de una generación de cargos regionales y locales forjada en las victorias electorales del PS. Uno de estos electos ha generado el primer escándalo de la era Hollande. Se trata del ministro de Hacienda, Jérôme Cahuzac, paladín de la lucha contra el fraude fiscal. La web Mediapart ha desvelado que tuvo una cuenta secreta en Suiza. Por supuesto, Hollande y Ayrault han dado su apoyo líquido al ministro.
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