Del sueño a la realidad de Obama
El presidente de EE UU pretende convencer a sus votantes de que en esta legislatura se ha avanzado por la senda prometida y que la meta se alcanzará en la próxima
Hace cuatro años, en la convención demócrata en Denver, hubo que trasladar el discurso de aceptación de Barack Obama al estadio de fútbol local, con capacidad para más de 75.000 personas, con objeto de responder al enorme interés que ese momento había despertado en todo el país. Bajo un decorado que evocaba la majestuosidad de un templo griego, el entonces candidato consideraba la pésima situación económica del momento “un resultado directo de la política fallida de George W. Bush” y prometía “nuevas ideas, un nuevo liderazgo y nuevas políticas para un tiempo nuevo”.
Nada de eso se repetirá la próxima semana cuando el ahora presidente se dirija a la convención que el Partido Demócrata celebra en Charlotte (Carolina del Norte) a partir de mañana. Ni la expectación es la misma, ni flota sobre su cabeza el halo de divinidad, ni existe un Bush al que echarle la culpa, ni puede seguir prometiendo un amanecer que no acaba de llegar.
En Denver, la sola presencia de Obama, su emocionante historia personal y su hermosa retórica sobre la unidad y la esperanza, bastaron para galvanizar a una nación que soportaba la peor crisis económica desde la Gran Depresión. En Charlotte, su misión es mucho más difícil: convencer a un electorado decepcionado y escéptico de que merece cuatro años más en la Casa Blanca.
En Denver, Obama dijo: “Los demócratas medimos el progreso por cuánta gente es capaz de encontrar un puesto de trabajo”. No puede repetir eso en Charlotte porque, desde que él es presidente, en Estados Unidos hay casi dos millones más de parados.
En Denver, Obama se ofreció a rescatar del pesimismo a “una sociedad que ve amenazada la promesa americana”. En Charlotte se dirigirá a un público en el que un 63% cree que el país camina en la dirección equivocada.
En Denver, aseguró que encontraría “cómo pagar por cada céntimo que cuesten mis planes” y que estudiaría “línea a línea el presupuesto federal para eliminar programas que no funcionan y reducir el coste de los que sí funcionan”. En Charlotte tendrá que explicar por qué, entonces, durante su Gobierno se han añadido cinco billones de dólares a la deuda nacional.
En Denver, pronosticó que “en diez años, acabaremos con nuestra dependencia del petróleo de Oriente Próximo” gracias a la inversión de “150.000 millones de dólares en fuentes de energía renovables”. En Charlotte solo podrá insistir en esa promesa, puesto que muy poco se ha hecho al respecto.
En Denver, Obama anunció “una diplomacia dura y directa que pueda prevenir que Irán obtenga armas nucleares”. Esa diplomacia no ha dado resultado hasta ahora. Cuando el presidente llega a Charlotte, el riesgo de que la República Islámica construya una bomba atómica es mayor que nunca.
En Denver, dijo que “el asunto de la inmigración despierta grandes pasiones, pero no creo que nadie se beneficie cuando una madre es separada de su niño”. En Charlotte, probablemente, ocultará el récord del mayor número de deportaciones de indocumentados de la historia y tendrá que explicar por qué no existe aún una nueva ley migratoria.
No llega Obama a Charlotte con una gran obra que exhibir a la nación. De todas las promesas de Denver, solo una importante ha sido realmente cumplida, la de “facilitar el acceso a la atención sanitaria de todos y cada uno de los norteamericanos”. E, incluso esa, ha exigido una batalla política de tal calibre, que ha enfrentado a la población y ha acabado desluciendo su indudable mérito.
Aún así, tampoco llega Obama a Charlotte como un presidente fracasado. Obama tiene todavía argumentos que presentar ante los norteamericanos, no solo el de que lo intentó con su mejor intención, sino el de que el saldo actual, pese a ser tan gris, es algo mejor de lo que podría haber sido con otras políticas y otros presidentes. No hemos llegado a la meta, pero avanzamos, lentamente, por la senda adecuada. Esa será la esencia de su mensaje para la reelección.
No sería justo reducir el análisis de la gestión de Obama a lista de incumplimientos desde su toma del poder. El balance final es más equilibrado si se tienen en cuenta las circunstancias en las que ha gobernado.
Cuando Obama asumió la presidencia, las dos principales compañías de automóviles de Detroit, General Motors y Chrysler, estaban en bancarrota. Unas pocas semanas antes de su victoria en las urnas había quebrado Lehman Brothers y fue necesario rescatar a otros gigantes de Wall Street del tamaño de Citibank o AIG. El país combatía en una guerra estúpida en Irak mientras prestaba atención secundaria al más justificado conflicto en Afganistán. Ambas misiones, sumadas a las reducciones de impuestos aplicadas por la Administración de Bush, arruinaban las arcas federales.
La sangría financiera aumentó cuando Obama firmó un plan de inversión pública para el estímulo económico de más de 800.000 millones de dólares. La oposición republicana se queja de la inutilidad de ese gasto, pero parece más confiable el juicio de una identidad independiente, como la Oficina de Presupuestos del Congreso, que ha calculado que, sin el plan de estímulo de Obama, se habrían contabilizado cerca de cuatro millones de parados más.
En Irak ya no queda ningún soldado estadounidense, la guerra de Afganistán ha sido reconducida para evitar un fracaso estrepitoso y se le ha puesto una fecha de conclusión. General Motors y Chrysler vuelven a presentar beneficios, y el paro se ha contenido en torno al 8%, en una economía que, aunque muy modestamente, ha crecido por encima del 2% como promedio durante estos cuatro años. Y, si el ritmo no ha sido mejor, hay que atribuirlo en gran parte a la prolongada crisis europea, que frenó las exportaciones estadounidenses, y a los conflictos en Libia y el conjunto del mundo árabe, que elevaron los precios del petróleo.
Pero, como también dijo en Denver, el crecimiento económico no es la única medida en la que se fijaría para comprobar el éxito de su gestión. Obama quería una sociedad más justa y más humanitaria, así como un país mejor relacionado con el resto del mundo. Su declaración a favor del matrimonio homosexual lo ha reconectado con la América integradora que ha predicado otras veces. Su política exterior, aunque su popularidad personal haya descendido, ha hecho a EE UU mucho más asequible para los demás, sin renunciar a actuaciones de fuerza como la muerte de Osama bin Laden. Se mantiene una tensa relación con Rusia y China, pero sería ilusorio pensar lo contrario con un país gobernado por Vladímir Putin y el otro aspirando a la primacía universal.
Su rival el 6 de noviembre, Mitt Romney, dejó claro en la reciente convención de Tampa que tiene depositadas sus esperanzas de victoria en la decepción acumulada durante los cuatro años de Obama. Pero esa decepción es confusa y procede de múltiples ángulos. En su día, Obama fue como una de esas fuentes a la que cada cual arroja su moneda envuelta en un deseo, obligatoriamente contradictorios. El exquisito progresista de Nueva York no está decepcionado con Obama por las mismas razones que el rudo parado de Ohio. Uno lo está porque no cerró Guantánamo. El otro, porque le cerraron su fábrica.
¿Será capaz Obama de responder a esas frustraciones y renovar la alianza que le llevó al poder hace cuatro? Mucho dependerá del estilo de su campaña.
En Denver, hace cuatro años, apeló a superar las divisiones ideológicas y trabajar juntos. “Los hombres y mujeres que combaten en nuestros campos de batalla pueden ser demócratas, republicanos o independientes, pero pelean juntos y sangran juntos”, dijo. ¿Qué dirá en Charlotte? ¿Le creerán esta vez?
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