Europa, ¿año cero?
Europa necesita una reforma institucional global y profunda: veinte años después de la adopción del Tratado de Maastricht y una década desde la puesta en marcha del euro, el mapa europeo es desolador
La reunión de la Unión Europea del jueves y viernes en Bruselas, después del encuentro cuatripartito (Alemania, Francia, Italia y España) de la semana pasada en Roma, ha sido un momento importante en la historia no solo de la zona euro sino también de la UE. Por primera vez se habla y se adoptan medidas, aunque muy tibias, para lanzar el crecimiento común frente a la tremenda crisis que amenaza acabar con el euro. Hasta la fecha, prevalecía la religión destructora de la “estabilidad” difundida autoritariamente por las instituciones europeas. Es un pequeño giro. ¿Va a solucionar la crisis? Nada menos obvio. Ahora se salva los bancos a corto plazo pero sigue entera la puesta en marcha de una estrategia europea común a largo plazo, con instituciones adecuadas para sostenerla. Alemania se ha resistido hasta el último momento a aceptar esta nueva orientación. Ha hecho gala de una visión netamente no-cooperativa.
Se debe preguntar el porqué de esa actitud. La realidad es que el modelo elaborado en el Tratado de Maastricht no funciona para nada en situación de crisis. Puede cohesionar la zona euro en situación de crecimiento continuo, no en situación de decrecimiento como en la zona euro desde hace tres años. Genera, sobre todo cuando está sometido a la política monetaria de hierro del Banco Central Europeo, una profundización de las desigualdades entre los socios e incrementa las divergencias de desarrollo. Todo lo contrario de lo previsto.
Angela Merkel pide una reforma de las instituciones europeas fortaleciendo el papel de la Comisión para una política fiscal común, es decir, la posibilidad para dicha Comisión orientar la elaboración de los presupuestos nacionales. No es casualidad que Alemania haya decidido adoptar en su parlamento, el mismo día 29 de junio en el que se cierra la reunión de Bruselas, el Tratado de disciplina presupuestaria, con el apoyo de los socialdemócratas alemanes. El mensaje está claro: “Sigue dominando la política de austeridad para nosotros y todos los demás”. Y Alemania sabe que los “demás” no van a poder aplicar esa política de rigor sin un vigilante institucional fuerte y despiadado. Eso es porque aprovecha la crisis para ganar más poder institucional en Europa.
Los resultados de la reunión de Bruselas se van a interpretar de manera triunfal, por unos, los que están al borde del precipicio, y a regañadientes, por otros. Francia ha actuado como el indiscutible pez piloto de esta reorientación, apoyándose en Italia y España. Pero habrá que ver lo que hay debajo de la mesa. La batalla frente a la demanda de mayor integración bajo el mando alemán no ha hecho más que empezar. Es seguro que, en este terreno, Francia no encontrará los mismos aliados que ahora, dado que Italia y España no tienen el mismo concepto de soberanía.
De hecho, Europa necesita una reforma institucional global y profunda. Alemania querrá probablemente orientarla hacia una federación “eurogermánica”; Francia propondrá, independientemente de las convicciones del presidente François Hollande (federalista convencido), una confederación, es decir, un poder institucional que esté basado en los Estados nación europeos. Para ello, tendrá el apoyo de Gran Bretaña y de los nuevos socios del Este.
Debate necesario, pues veinte años después de la adopción del Tratado de Maastricht y una década desde la puesta en marcha del euro, el mapa europeo es desolador: repliegue nacionalista, mercados financieros internacionales imponiendo su voluntad a los Estados europeos, multinacionales europeas deslocalizando la producción hacia los países emergentes, ausencia de control de las actividades especuladoras en las bolsas europeas, más de veinte millones de parados, auge vertiginoso de la precariedad, de la miseria social y de la pobreza... En una palabra, la desaparición progresiva del modelo social europeo basado en la solidaridad colectiva. De ahí el desencanto.
La opinión pública europea es amarga. Los grupos dirigentes europeos -políticos, mediáticos y financieros- se han mostrado particularmente incompetentes. Y los intelectuales europeos, que tienen la oportunidad de abrir un fuerte debate, polémico y honesto sobre la cuestión del porvenir común europeo, se han limitado, salvo algunas excepciones saludables (Jürgen Habermas, Günter Grass, Werner Enzensberger, todos muy interesantes críticos alemanes) a apoyar piadosamente las orientaciones tecnocráticas grabadas en el mármol de textos obsolescentes. Será más difícil reconquistar el corazón de los europeos que encontrar, aunque se difundan con las trompetas de la victoria, medidas para evitar el estallido. Decía con toda razón, en el siglo XIX, Heinrich Heine: “Bailamos aquí sobre un volcán, ¡pero bailamos!”.
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