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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Un triunfo revolucionario

Con Túnez se inició el camino hacia el cambio posible, pero era preciso el empuje egipcio

Luz Gómez

¿Qué significa que Mohamed Morsi sea el nuevo presidente de Egipto? Que el mundo árabe de verdad ha cambiado. Se puede no compartir el ideario islamista, criticar el historial de los Hermanos Musulmanes, desconfiar de sus líderes e incluso lamentar la gran popularidad de la agrupación. Podemos desear una revolución distinta, pero que Morsi sea el nuevo presidente egipcio es en sí mismo revolucionario.

Revolucionario para Egipto, revolucionario para el mundo árabe en general y revolucionario para los propios Hermanos Musulmanes. Gestionar tanta revolución no será fácil. Los Hermanos Musulmanes van a tener que resetear una trayectoria política de más de 80 años. Desde su fundación, han vivido en el claroscuro, tanto en tiempos revolucionarios (acompañaron a Nasser en 1952) como contrarrevolucionarios (fueron aliados de Sadat en los años setenta). La relación que mantuvieron con el régimen de Mubarak fue sobremanera ambigua. De complicidad en la reislamización de la superficie social, con mezquitas abarrotadas y morigeración en el vestir. De oclusión y represión en términos de participación política. Hoy la historia la van a escribir directamente ellos. Lo que hagan es una incógnita, y merece, cuando menos, el beneficio de la duda. Lo que no se les puede negar es su legitimidad democrática. La que nunca antes tuvo ningún presidente egipcio, por muy popular que fuera.

Esta victoria es un triunfo revolucionario también para las primaveras árabes. Con Túnez se inició el camino hacia el cambio posible, pero era preciso el empuje egipcio. Y no solo por el peso histórico, geopolítico o demográfico del país, sino sobre todo por el peso simbólico de Tahrir. Con esta plaza respira entrecortadamente el mundo árabe. Lo que une a toda una generación de árabes indignados es su rabia. Tienen menos de 40 años y no han conocido más que despotismo político y depredación económica. Tienen muy poco y reclaman lo mínimo: dignidad y justicia. Pero es demasiado para la colección de autócratas garantes de la estabilidad regional. La demanda de cambio democrático y pacífico está, hoy por hoy, por encima de ideologías islamistas o secularistas, y en ello viene residiendo su potencial revolucionario.

El nuevo tiempo egipcio tendrá que despejar muchas incógnitas. No es la menos importante la relación entre Hermanos Musulmanes y militares. Lo sucedido en este último año no da para mucho optimismo. Los hermanos en la presidencia y la Junta Militar haciendo de Parlamento es una entente peligrosa: nada peor que un mutuo contento. Es de prever que la presión de la calle acabe por forzar el cambio verdadero, todavía embrionario. Muchos egipcios han votado por Shafiq, por la continuidad; unos pocos más lo han hecho por Morsi, por el cambio; y la gran mayoría no ha votado. Hay que confiar en la capacidad del pueblo egipcio para encontrar la salida del laberinto regimencialista, del que también tienen que salir los Hermanos Musulmanes. En ello va a consistir la siguiente etapa de la revolución.

Luz Gómez García es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid; en la actualidad es visiting scholar en la Universidad de Columbia en Nueva York.

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