Lo que el ‘tsunami’ se llevó
Uno tras otro caen los líderes políticos europeos. Primero les tocó a los progresistas, ahora les llega el turno a los conservadores. Los electorados se van fragmentado y radicalizando
Silvio Berlusconi, Gordon Brown, José Sócrates, Yorgos Papandreu, Brian Cowen, José Luis Rodríguez Zapatero, Lars lokke Ramussen, Nicolas Sarkozy, la mayoría de los dirigentes que se reunían en 2008 y 2009 para intentar salvar a Europa de la crisis, ya no salen en la foto. Derrotados en elecciones o por apaños parlamentarios, han sido barridos por un terremoto financiero y económico al que no tardó en sumarse un tsunami político. Ellos se consuelan con la idea de que esta crisis termina abatiendo a cualquiera, lo que les evita también el ejercicio de la autocrítica.
Queda Merkel, la superviviente de la extraña pareja Merkozy. Pero su fe en la austeridad a toda costa y su programa de germanización presupuestaria de Europa, indiscutibles entre las élites político-financieras hasta hace bien poco, comienzan a ser cuestionados. No funcionan: el estado del enfermo económico europeo continúa agravándose, la recesión y el paro se disparan y ni tan siquiera se apaciguan las dudas sobre el euro y los asaltos contra las deudas soberanas. El pasado domingo, el triunfo de Hollande en las presidenciales francesa abrió la primera grieta de envergadura en lo que se había convertido en un dogma berroqueño.
¿Seguirá Mekel en la cancillería de Berlín en 2013? Ni tan siquiera eso es seguro. Plantándole cara a Merkel, la izquierda germana (los socialdemócratas del SPD, los Verdes y Die Linke) va levantando la cabeza en elecciones parciales y en los sondeos. El pasado martes, el socialdemócrata alemán Martin Schulz, presidente del Parlamento Europeo, escribió en EL PAÍS: “El fin del directorio Merkozy debería enterrar el “solo austeridad” que está arruinando a las economías y dividiendo a los países”. Y ni en las estrellas ni en ningún libro sagrado está escrito que el SPD no pueda ganar los comicios del año próximo o forzar a Merkel a un gobierno de coalición.
Que la crisis se lleva por delante a jefes de Estado y de Gobierno, es un hecho obvio… y una patética coartada para los derrocados. Más preciso sería decir que lo que desgasta de modo fulgurante y profundo son las medidas crueles, injustas e impopulares con que los Gobiernos la están afrontando. Lo está viviendo el PP español: no lleva ni medio año en La Moncloa y empieza a estar abrasado. “Europa hace daño pero no funciona, y Nicolas Sarkozy es el undécimo líder europeo en pagar el precio desde 2008”, escribe Polly Toynbee en “The Guardian”. “Los recortes en solitario matan el crecimiento, y por eso el mensaje de Hollande rebota en toda Europa”.
De los comicios celebrados en Europa en los últimos años cabe asimismo deducir algunas tendencias. Una primera sería que el ciclo de victorias conservadoras de 2010-2011, que llevó a muchos a certificar la defunción de la izquierda, presenta signos de agotamiento. Es como si aquel cenit hubiera marcado también el comienzo de un declive. Desde el pasado otoño y a lo largo de lo que llevamos de 2012, una serie de elecciones generales o parciales en diversos países sugieren que el viento político e ideológico comienza a virar. Una segunda tendencia sería la fragmentación y la radicalización, hacia la derecha o la izquierda, de los electorados. El centroderecha y el centroizquierda mayoritarios desde el final de la II Guerra Mundial pagan en las urnas haber perdido su alma humanista -los primeros- y socialdemócrata -los segundos-.
La derecha pierde a partir de 2011 en Dinamarca, Eslovaquia, Rumanía, Reino Unido, Francia, Italia...
En mayo de 2010, los laboristas, dirigidos por un Gordon Brown que había remplazado a Tony Blair, fueron derrotados en Reino Unido por los conservadores y los liberales de David Cameron y Nick Clegg. Terminaban así 13 años de Tercera Vía, esa fórmula que asegura que el centroizquierda debe asumir que lo mejor es que los mercados vayan a su libérrimo aire.
Esa misma primavera, el conservador Viktor Orbán regresaba al poder en Hungría y, un año después, ganaba por primera vez en Finlandia el centroderecha de Jyrki Katainen. En junio de 2011 los socialistas de Sócrates eran derrotados en Portugal por los conservadores de Pedro Passos Coelho, y, en noviembre, el PSOE, con Alfredo Pérez Rubalcaba como cabeza de lista en lugar de un Zapatero que rechazó presentarse una tercera vez, sufrió un tremendo descalabro en España. Sin obtener muchas más papeletas que en 2004 y 2008, el PP de Rajoy se hacía con la mayoría absoluta.
Casos especiales eran Italia, donde Berlusconi caía en noviembre de 2011 para ser sustituido por el tecnócrata Mario Monti, y Grecia, donde ese mismo mes el socialista Papandreu era remplazado por otro tecnócrata, Padademos. En uno y otro caso sin elecciones; por la presión de los mercados, Merkel y las instituciones europeas.
Todo apuntaba a que la derecha era la exclusiva beneficiaria del tsunami político. Puestos a aplicar las políticas que exigían el capital financiero y la ideología ultraliberal, ella era la más indicada. La socialdemocracia, por su parte, era castigada con la abstención de buena parte de sus electorados históricos. Tanto en las vacas gordas como luego en las flacas, sus políticas económicas no se habían distinguido demasiado de las conservadoras. Se acuñó así la idea de que, puestos a servir a los mercados, el original del centroderecha era mejor que la mala copia del centroizquierda.
El viento, sin embargo, comenzó a cambiar en el mismísimo 2011. Primero con movimientos callejeros de protesta del que el 15-M español fue pionero. Expresaban la irritación popular por las deficiencias de las democracias occidentales y el injusto reparto de los sacrificios de la crisis. Y señalaban una vía que los partidos progresistas -socialdemócratas y a su izquierda- podían explorar. Si dejaban de disputar el partido en los términos planteados por la derecha y desarrollaban su propio juego, podían no tardar en volver a ser competitivos. Los conservadores se desgastaban a chorros, eran derrotables.
¿Elucubraciones progresistas? Para nada. En septiembre de 2011 llegaba al gobierno de Dinamarca una coalición roja liderada por la socialdemócrata Helle Thorning-Schmidt. En marzo de 2012 la izquierda ganaba en Eslovaquia con Robert Fico al frente, y el mes siguiente lo hacía en Rumanía con Victor Ponta. Y en mayo el socialista Hollande desalojaba del Elíseo a Sarkozy. Éste ni tan siquiera había llegado en cabeza en la primera vuelta, toda una novedad en la V República.
El triunfo de Hollande se produjo poco después de que la derecha británica se descalabrara en provecho de los laboristas de Ed Miliband en las municipales, y de que la izquierda (PSOE más Izquierda Unida) levantara cabeza en las autonómicas de Andalucía y Asturias. Y el mismo día en que, en unas municipales parciales italianas, la derecha (Berlusconi y Liga Norte) se daba un batacazo, la izquierda salvaba los muebles y triunfaban las candidaturas antisistema como la del cómico Beppe Grillo.
El centro-derecha y el centro-izquierda pagan en las urnas el abandono de sus almas humanista y progresista
Incluso en el mismísimo Reino Unido los dogmas ultraliberales están envejeciendo velozmente. Encuestas recientes de los diarios Mail on Sunday e Independent on Sunday muestran que hasta una mayoría de los votantes tory rechaza el plan de Cameron y su government of chums o amiguetes de aligerarles aún más los impuestos a los ricos.
La victoria de Hollande ha sido asociada con el resurgir en Europa de las ideas que priman el crecimiento frente a la austeridad, proponen una reforma fiscal para que los ricos paguen más y defienden un refuerzo, a nivel nacional y comunitario, de las competencias de los poderes públicos frente a los mercados. "Los recortes de gasto en una economía deprimida solo hacen más profunda la depresión", ha vuelto a recordar Paul Krugman. Veinticinco millones de europeos están desempleados, el consumo y la inversión, bajo mínimos, y los recortes salariales, en indemnizaciones y pensiones, en derechos educativos y sanitarios, son el pan de cada día.
Así que las elecciones en Francia y Grecia han supuesto una especie de plebiscito sobre la política de Merkozy y sus amigos en Berlín, Frankfurt, Bruselas y otras capitales. El resultado ha sido un corte de mangas. Hollande abatió a Sarkozy, y en Grecia los partidarios de la austeridad, los conservadores de Nueva Democracia (19%) y los socialistas tradicionales del PASOK (13’4%), obtuvieron mínimos históricos.
Se ha subrayado en los últimos días la imposibilidad de formar un gobierno estable partidario de la austeridad con un parlamento griego tan fraccionado. Es cierto, pero cabe recordar asimismo otros dos hechos: el partido que más subió –quedó el segundo- fue la coalición de izquierdas Syriza (17%) liderada por Alexis Tsipras; los cuatro partidos de izquierda que obtuvieron representación parlamentaria cosecharon el 44% de los sufragios frente al 36% de los tres partidos de derecha y ultraderecha.
Grecia, un país “con el agua al cuello”, como escribe su gran novelista negro Petros Márkaris, es el ejemplo más evidente de la atomización electoral producida por el tsunami político. Pero fíjense también en la primera vuelta de las presidenciales francesas. Ni los socialistas de Hollande (29%) ni los conservadores de Sarkozy (27%) llegaron a cosechar un tercio de los votos. Y otras dos fuerzas, los ultraderechistas de Le Pen (18%) y el Front de Gauche de Melenchon (12%), obtuvieron excelentes resultados. O recuerden los resultados de las autonómicas andaluzas y asturianas: ninguna produjo una mayoría inmediata, se hicieron precisos gobiernos de coalición.
Tal fragmentación y radicalización de los electorados se produce en detrimento del centroderecha y el centroizquierda tradicionales. Tiene su explicación. El europeísmo y el Estado de bienestar son hijos del inteligente matrimonio formado tras la II Guerra Mundial por el humanismo de la derecha democristiana y gaullista y el progresismo socialdemócrata. Pero con su conversión a la Tercera Vía, la socialdemocracia empezó a dejar de ser distinguible y atractiva para buena parte de su electorado. Ahora, al abrazar el ultraliberalismo anglosajón, al centroderecha le ocurre lo mismo.
Es muy revelador analizar los resultados franceses: Hollande ganó entre los jóvenes, los asalariados y las profesiones liberales; Sarkozy, entre los jubilados y los empresarios, informa Le Monde. Y es que la victoria de los socialistas de Hollande no es solo fruto del deterioro de Sarkozy, sino también de unos deberes bien hechos: democratización interna, reconciliación con el peuple de gauche con primarias abiertas, programa nuevamente socialdemócrata de veras. El PS francés recuperó así credibilidad entre la izquierda y, en la noche de la primera vuelta, el Front de Gauche de Melenchon y los ecologistas de Eva Joly le expresaron su apoyo incondicional para la segunda. Sarkozy no consiguió nada semejante con los centristas de Bayrou o los ultras de Le Pen.
En estos tiempos oscuros e inciertos, la gente quiere claridad y autenticidad. El populismo de derecha extrema no salvó a un Sarkozy supuestamente heredero del gaullismo. Su discurso contra los inmigrantes, su islamofobia, su canto a la seguridad a ultranza (más retórico que real, puesto que la violencia aumentó en Francia bajo su presidencia) le alejaron de la burguesía republicana (el centrista Bayrou terminó pidiendo el voto para Hollande), sin apasionar a la ultraderecha (los de Le Pen también prefieren el original a la copia).
Nadie dice que Hollande lo tenga fácil, ni tan siquiera que pueda conseguirlo. El poderío del capitalismo financiero, al que Hollande designó en Le Bourget como su enemigo, es notorio, al igual que el de la derecha política y mediática (una de sus biblias, The Economist, ha tildado de “peligroso” al socialista francés). Pero los hechos son aún más tozudos que la ideología derechista: la estrategia de Berlín y Bruselas no funciona. Los europeos quieren un cambio de rumbo.
¿Se acuerda de Zapatero?
Decir que a José Luis Rodríguez Zapatero le barrió el viento de la crisis sería cuando menos faltar al hecho cierto y contrastable de que él mismo se arrojó a la hoguera. En la memoria colectiva quedará el empecinamiento del presidente en negar la crisis, en hablar (sin perder la sonrisa) de “desaceleración” cuando la economía se precipitaba en la peor sima de nuestra historia reciente, en ignorar la voladura de los diques de contención cuando el alud ya ahogaba a España. Esa falta de visión en un presidente que jamás alcanzó la mayoría absoluta se tradujo en una acelerada pérdida de confianza que las maniobras de última hora solo agudizaron.
Cuando Zapatero, el 12 de mayo de 2010, decidió cambiar el rumbo de la política económica y anunciar el entonces mayor recorte de la democracia (una minucia, comparado con los actuales mazazos) rompió los últimos puentes que le unían a su electorado natural. Al aprobar medidas tan impopulares como la congelación de las pensiones y justificarlas en las exigencias de los mercados, no solo su figura, que sus medios afines dibujaban como la de un paladín de las clases humildes, se resintió aún más, sino que transfirió la validación de sus decisiones a un universo, el financiero, no sometido a la supervisión del electorado.
Esta quiebra se alargó durante más de un año, en el que cada semana, cada paso que daba el Gobierno y el propio Zapatero, embarcado en salvar a España de un rescate, aumentaba la conciencia de que el contrato firmado con sus electores había sido cancelado y cambiado, sin votación mediante, por uno con otras instancias ajenas al control democrático y de una voracidad ilimitada.
Posiblemente, Zapatero no tenía muchas salidas del atolladero, pero, como presidente, una sí que estuvo en su mano y no la aprovechó: ese miércoles 12 de mayo, en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, ante la certeza de que iba a romper la oferta electoral que le había llevado al palacio de La Moncloa, podría haber convocado elecciones anticipadas.
Nadie sabe a ciencia cierta qué hubiera ocurrido, pero cabe imaginar una victoria templada del PP, que tendría que haber cruzado el campo de minas de los últimos dos años con una mayoría relativa y un inmenso desgaste, frente a un PSOE más vigoroso que el actual y con una mayor capacidad de maniobra. Es política ficción, cierto. Pero da que pensar
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