La apuesta alemana y el dilema griego
La cuestión que se plantea es cuándo y en qué condiciones Grecia ha de salir de la eurozona
Hacer efectivo los 130.000 millones de euros del segundo rescate de Grecia se retrasa hasta el 9 de marzo. Se espera que un día antes el sector privado haya aceptado el canje de los bonos actuales por otros de la mitad de valor, lo que representaría una quita de unos 107.000 millones de euros. Aunque no haya seguridad de que se acepte, parece de sentido común que los acreedores prefieran cobrar la mitad que perderlo todo si Grecia se declarase insolvente.
El grueso del préstamo va a parar a los bancos, una pequeña proporción a los griegos completamente descapitalizados, que revela cuál es el objetivo de las ayudas. Pocos pensaban que Grecia podría pagar la deuda, pero ha quedado claro que no puede, cuando se ha confeccionado un plan que, de tener éxito, en el año 2020 la deuda alcanzaría el 120 por ciento del PIB. Para las instituciones financieras de Alemania y Francia que cargaban con la mayor parte, la cuestión no era si Grecia podría pagar, que sabían que no, sino cómo reducir sus pérdidas.
Los préstamos se habían hecho alegremente desde la seguridad de que los Estados no quiebran, ni se puede dejar que se derrumbe el sistema bancario. La dificultad consistía en que la opinión pública alemana no soportaría que una nueva crisis financiera se resolviera recurriendo al dinero público. Exigiendo de los socios una política de austeridad fiscal, que únicamente países con la capacidad exportadora de Alemania podrían permitirse, y estableciendo los controles necesarios para garantizar que el dinero que se prestara a Grecia revierta a los bancos acreedores, el Gobierno alemán ganaba tiempo para ir deshaciéndose de los bonos tóxicos. Antes que ceder en la política de salvamento del sector financiero, la señora Merkel estaba dispuesta a aguantar que se la llamase nazi.
Cuando los bancos alemanes se han librado de una buena parte de los bonos griegos, Alemania acepta ampliar los fondos europeos para sortear las dificultades de algunos países al borde del abismo, entre ellos España. Al asumir la posición francesa, apoya de paso la campaña electoral de Sarkozy, de cuya permanencia en el poder depende la política de contención que juntos han llevado a cabo.
Para la prensa amarillista y el populismo de derechas prestar a Grecia significaba tirar el dinero por la ventana, pero hoy los alemanes reconocen que estas ayudas en realidad estaban destinadas, no tanto a salvar a Grecia, que desde un primer momento se sabía que era insalvable, como, al euro, y con él, son los alemanes los que a la postre se salvan. Desde una impopularidad que iba en rápido aumento, perdiendo una tras otra las elecciones en los Estados federados, a la canciller hoy se la elevado a los altares. Si no ocurren graves acontecimientos —y en medio de una crisis que sigue su curso lo más probable es que sí— en 2013 el partido de la señora Merkel podría ser el más votado, con una alta probabilidad de que repita la coalición con el SPD, sin duda la que prefiere.
La cuestión que se plantea es cuándo y en qué condiciones Grecia ha de salir de la eurozona. Al no existir mecanismos de expulsión, son los griegos los que tienen que elegir entre seguir durante décadas sufriendo recortes y más recortes para pagar una deuda impagable, o declararse en quiebra, abandonando el euro, aunque permaneciendo en la Unión. Esto significaría el hundimiento inmediato de la economía y las instituciones con un fortísimo y fulminante descenso del PIB.
Este es el dilema que hoy divide a los griegos. Las clases superiores, una vez colocado el dinero en el extranjero, prefieren seguir dentro del euro, convencidas de que lo peor para sus intereses sería abandonarlo. Las clases bajas, y una izquierda cada vez más radicalizada, pretenden aprovechar el derrumbamiento para desde bases más sólidas empezar a construir una nueva Grecia. El riesgo es que la democracia perezca en una operación que se mueve al borde de la revolución social. La radicalización a que podría llevar el proceso no sería tolerable para las clases superiores griegas, ni probablemente para los demás socios comunitarios, y cabría que se justificase de alguna forma una intervención militar.
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