Bajo el volcán
El tipo de unión fiscal que está abordando la Unión Europea responde a intereses nacionales alemanes. Las nuevas reglas, al no atacar el problema de fondo, ni despejarán dudas ni apaciguarán a los inversores
El Consejo Europeo del 30 de enero será el del empleo, pero sería bueno que, además, clarificase en qué consiste la unión fiscal que propugna la canciller Merkel, y qué países pueden reactivar la economía europea. El último Consejo simplemente nos legó la noción de un nuevo pacto presupuestario (¿otro más?) y algunas medidas que proporcionan mayores recursos financieros contra la crisis. Los Estados se comprometen a equilibrar sus presupuestos, respetar el principio de déficit estructural no superior al 0,5% del PIB, introducir esta regla en su Constitución, establecer mecanismos de corrección automáticos y aceptar la verificación de su cumplimiento por el Tribunal de Justicia.
De momento, la unión fiscal de Merkel parece quedar reducida a una mayor austeridad y propuestas de armonización fiscal en impuestos de sociedades (por la competencia irlandesa) y rendimientos del capital. Dado que dichos impuestos distorsionan los movimientos de este, su armonización perfeccionaría la integración financiera y el mercado único, pero perjudicará a economías periféricas como la española, al impedir utilizarlos para compensar parcialmente la pérdida de competitividad y corregir nuestro desequilibrio exterior.
El tipo de unión fiscal que se aproxima refleja un enfoque y comprensión de la crisis que responde a intereses nacionales alemanes, y quizá algo sarkozianos, trasluce una comprensión desatinada sobre su naturaleza, y no contribuye a diseñar una respuesta europea a la misma. Está pensado en términos de crisis bancaria, fiscal, de deuda, de buen gobierno…, lo que significa, sencillamente, no haber entendido demasiado. Bajo estas apariencias nos enfrentamos a una crisis política y a su implacable lógica interna que cercena la viabilidad del euro. Aunque con resonancias económicas, no se repetirá lo suficiente que la naturaleza de la crisis es genuinamente política, como lo fue la creación del euro. No respetar su lógica política ha causado el desbarajuste de tipos de cambio reales dentro de la eurozona y provocado una crisis de balanza de pagos que los políticos no quieren ver, pero que tendrán que resolver.
Si de veras quiere un Tesoro europeo ¿cómo explica Merkel su rechazo a los eurobonos?
Merkel parte de un diagnóstico equivocado porque más que endurecer las reglas fiscales —que, llegado el momento de la verdad, se violarán— conviene corregir los desequilibrios exteriores en la eurozona. Esto requiere que los países periféricos perseveren en sus esfuerzos de ahorro doméstico (devaluación interna), y que Alemania movilice decididamente su ahorro nacional y estimule su demanda aumentando los salarios (revaluación interna).
Aunque el nuevo pacto presupuestario refuerza la rigidez, todos sabemos que la proclamación de promesas constituye el mejor elogio que el vicio puede hacer a la virtud: más sanciones y mayor automatismo no garantizan a los inversores su cumplimento. Se comprende que Alemania, tras cerciorarse con Francia de lo fácil que resultó violarlas en 2003, desconfíe ahora de los periféricos y requiera mayores garantías. Pero le guste o no a Merkel, la cooperación entre miembros del euro no puede imponerse con reglas coercitivas. Requiere también confianza mutua, un quid pro quo. Las nuevas reglas al no atacar el problema de fondo —desajustes cambiarios y de balanzas de pagos—, ni despejarán dudas ni apaciguarán a los inversores.
¿Está Merkel realmente decidida a crear un Tesoro europeo? ¿Cómo explica entonces su rechazo a los eurobonos? Avanzar seriamente hacia una unión fiscal requeriría aumentar el tamaño y capacidades redistributivas del presupuesto para que cumpliese con eficacia su función estabilizadora. También exigiría políticas de transferencias de fondos europeos hacia regiones menos favorecidas, mediante inversiones, grandes proyectos de infraestructuras, etcétera. Tales recursos, canalizados vía presupuesto, podrían complementarse con créditos del BEI y del FEI.
Esto nos conduciría a la unión de transferencias, asunto políticamente inaceptable tanto para Merkel como para la opinión pública alemana, de aquí la naturaleza política y no económica de la crisis. Pero la supervivencia de los periféricos reclama tanto dosis adicionales de rigor como recursos financieros para ampliar su stock de capital (público y humano) que aumente su crecimiento potencial y les permita competir en igualdad de condiciones con los países centrales. Por eso necesitamos un quid pro quo: ajuste sí, pero financiación para crecer y competir también ¿Por qué? Porque corregir la crisis de balanza de pagos requiere compensar la tendencia natural (¿) a que la mayor parte de las inversiones y actividad económica se concentre en la región que dibuja un arco desde Hamburgo a Milán, pasando por Londres y París.
Que la eurozona funcione sin fricciones requiere libre circulación de capitales y trabajo. Los primeros ya están liberalizados, pero el trabajo es más inmóvil. Además, la emigración de españoles cualificados a Alemania solo es sustitutiva del ajuste cambiario a corto, mientras que, a largo plazo, socava la capacidad de crecimiento de la economía, al menos por dos razones. Primera, supone una exportación de capital (humano) hacia los países centrales, lo que aumenta su capacidad productiva tanto como reduce la nuestra. Los beneficios de la inversión realizada por España en estas personas los recogerá Alemania. Segunda, la emigración de españoles compromete tanto la sostenibilidad de nuestras pensiones como financia las alemanas, una sociedad más envejecida que la española y, por eso, con una deuda oculta en pensiones superior a la nuestra, según la contabilidad intergeneracional. Sin ajustar los tipos de cambio nominales, solo podremos corregir los desequilibrios exteriores en la eurozona mediante cambios en precios y costes relativos. Una posibilidad consistiría en las transferencias de capital vía el presupuesto. Esto corregiría a largo plazo los desequilibrios, pero resultaría políticamente inaceptable para Alemania dada la enorme cuantía de recursos que exigiría. La segunda consistiría en devaluaciones internas de los periféricos mediante reducción de precios en bienes, servicios y activos, algo que ya ha empezado pero que tiene límites.
La supervivencia de los países periféricos exige recursos financieros para crecer y competir
La tercera propugnaría una política de relajación monetaria y depreciación del euro por parte del BCE, lo que produciría una mayor inflación en los países centrales. Los precios de bienes y servicios aumentarían más rápidamente en estos que en los periféricos absorbiendo su superávit exterior y reduciendo el déficit de los periféricos que, además, se ahorrarían parcialmente los costes de la deflación. Los países centrales sufrirían los costes económicos de la inflación, verían penalizado su ahorro, y recuperarían, devaluada, la deuda soberana que mantienen en euros sus bancos. Esto último sería un mal menor, pues la alternativa consistiría en no recuperarla en absoluto, además, los costes de la inflación tendrían la ventaja de ser invisibles y distribuirse temporalmente.
La cuarta (¿el escenario más realista?) combinaría las anteriores: transferencias de capital vía presupuesto, devaluación interna en los periféricos y revaluación interna en Alemania, mediante aumentos salariales o, como ya hizo en 1964, introduciendo subsidios a las importaciones e impuestos a las exportaciones que penalicen los beneficios exorbitantes de los exportadores y no sobrecarguen al contribuyente alemán. No es lo ideal pero, a la espera del nuevo Tratado, repartiría más equitativamente los costes del ajuste en la eurozona.
Conforme avance 2012 y Merkel vaya sintiendo en propia carne el daño social de la recesión, habrá más posibilidades de que flaquee su rigorismo fiscal y privilegie el crecimiento. Esto nos urgirá a dar un salto cualitativo para resolver antes la crisis del euro. No podemos permanecer sentados bajo el volcán a la espera de que países solventes de la eurozona, al perder la triple A, reduzcan el tamaño de las ayudas del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera, o a que países importantes acudan a él y agoten su capacidad crediticia.
Al igual que Geoffrey Firmin —el atormentado protagonista de la novela de Malcolm Lowry Bajo el volcán que, encadenado al alcohol, abraza su autodestrucción— los europeos estamos bajo el volcán, embriagados por los vapores etílicos del euro. Impidamos su erupción y ser arrastrados por su lava, a fin de que no sepulte la construcción europea confirmando la profecía del viejo Jacques Rueff: “Europa se hará por la moneda o no se hará”.
Manuel Sanchis i Marco es profesor de Economía Aplicada de la Universitat de València e Investigador de la Universitat de Barcelona.
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