Una crisis larga, aterradora y aburrida
La eurozona necesita crear una autoridad soberana creíble pero podría causar división en la UE
Europa no se va a salvar este viernes en Bruselas. Como mucho, conseguirá una prórroga para enfrentarse a otro trauma. Después de estos “10 días para salvar el euro” llegarán 10 semanas, 10 meses, 10 años. La “aterradora y aburrida crisis” de Europa, en palabras de un observador en la capital comunitaria, seguirá adelante. Angela Merkel compara el salvamento de la Eurozona con una maratón; en realidad, se parece más a una carrera de obstáculos campo a través, con un nuevo foso detrás de cada falso horizonte.
En primer lugar, está la cuestión inmediata de que los Gobiernos de la eurozona logren o no recuperar la confianza de los mercados. Hasta qué punto va a ser eso difícil queda demostrado por el hecho de que, el mismo día en que Merkel y Nicolas Sarkozy anunciaron que iban a salvar (otra vez) definitivamente la Eurozona, Standard and Poor’s advirtió de una posible calificación negativa del crédito incluso para Alemania con su triple A. Un analista del mercado de bonos me explica que, una vez que se ha minado la confianza fundamental de los inversores, hay que rehacer todos los cálculos. Ya no es un problema de precio. Da igual que la empresa X o el país Y ofrezca rendimientos del 5%, 6%, 7% u 8%: los inversores no quieren saber nada. Los países de la eurozona, como Italia, necesitarán pedir prestadas grandes sumas de dinero el año próximo, y es posible que los mercados —esos lugares en los que se acumulan las codicias y los pánicos individuales— vuelvan a decir que no. Entonces tendremos otros “10 días para salvar el euro”.
Luego está la cuestión de qué combinación de unión fiscal, mayor intervención del Banco Central Europeo (BCE) y garantías alemanas sobre la deuda de, por lo menos, algunos de los otros países de la eurozona (eurobonos, bonos de estabilidad, mutualización de la deuda, llámese como se quiera), servirá para calmar a los mercados durante más tiempo, y si los lentos mecanismos de la política de la UE serán capaces de ponerse en marcha con la rapidez suficiente.
Los mercados de bonos son como cocodrilos; hacen falta elefantes para devolverlos a su río. En este caso, el elefante es una entidad soberana poderosa y decidida, capaz de hacer lo que los mercados financieros no pueden pero con lo que sueñan: imprimir dinero. Por supuesto, tiene que ser dinero que otros vayan a aceptar como moneda fuerte, que no amenace la “estabilidad de precios” que es el anillo del nibelungo de la Alemania contemporánea. El anillo actual está protegido por dos gigantes wagnerianos, el Bundesbank (Fasolt) y el tribunal constitucional alemán (Fafner), ambos elogiados específicamente por Merkel en su discurso ante el Bundestag la semana pasada. Pero la verdad es que, en las circunstancias económicas actuales, el BCE podría comprar más bonos de los que está comprando, imprimir más dinero y, aun así, no provocaría un exceso inflacionario. Como señala The Economist, la estabilidad de precios debe querer decir también impedir que los precios bajen. Lo que va a hacer que la gente empiece a llevar sus billetes de euro de un lado a otro en carreta, como se sabe que hicieron con sus marcos durante la hiperinflación de la Alemania de Weimar, no es la inflación, por ahora; es el derrumbe de la eurozona.
James Carville, el asesor y perro de presa del presidente Bill Clinton, dijo en una ocasión la famosa frase de que, si volviera a nacer algún día, le gustaría ser un mercado de bonos. En cambio, a los mercados de bonos les gustaría ser James Carville. Les encantaría ser uno de los principales asesores del presidente de un Estado soberano seguro como un elefante, como hasta hace poco se pensaba que era Estados Unidos. Porque solo una entidad soberana como esa puede garantizar —a los poseedores de bonos les gustaría pensar que de manera absoluta— unas ganancias sin riesgo. La eurozona no tiene nada parecido a una entidad soberana. Crearla no es un mero reto económico, sino también político.
Por tanto, el siguiente foso que hay que superar en la carrera de obstáculos, inmediatamente después del anterior, es saber si los países de la Eurozona están dispuestos a ponerse de acuerdo sobre las medidas políticas necesarias para supervisar la unión fiscal. Si se va a imponer disciplina presupuestaria a Estados miembros de la eurozona como Italia o España, ¿qué instituciones supervisarán y legitimarán esa intromisión en las competencias fundamentales de una nación-Estado y las vidas de sus ciudadanos? ¿Deben ser las instituciones centrales ya existentes en la UE, como la Comisión Europea, quizá dotada de más legitimidad mediante elecciones directas? ¿Deben ser representantes de los Parlamentos nacionales, en una especie de Senado?
Francia y Alemania empezaron teniendo opiniones muy contrarias a este respecto. Esta semana los dos cedieron algo de terreno, pero ¿bastará la chapuza obtenida para satisfacer ni siquiera a sus propios aparatos políticos y ciudadanos inquietos? (Francia tiene elecciones presidenciales el año que viene; las de Alemania se celebrarán en 2013). ¿Y qué ocurre con los irlandeses, italianos, españoles y griegos? Detrás del árido lenguaje del “cambio de los tratados”, ya sea incluyendo a los 27 miembros de la UE o solo a los 17 actuales de la eurozona, se encuentran al acecho elementos políticos esenciales como el de que “no hay impuestos si no hay representación”.
Lo que es evidente es que no todos estarán en esta eurozona más unida, si es que al final se hace realidad. Sarkozy y otros hablan ya sin reparos de una Europa de dos velocidades. Pero no será una Europa de dos velocidades. Será una Europa de muchas velocidades y quizá muchas direcciones.
En su discurso de la semana pasada, Sarkozy dijo que “con Alemania y Francia unidas, toda Europa está unida y fuerte. Con Francia y Alemania desunidas, toda Europa está desunida y débil”. La segunda afirmación es cierta, pero la primera es claramente falsa. Lo que Der Spiegel llama en tono provocador el “Diktat germano-francés” no garantiza por sí solo la unidad de Europa en general. Y “geometría variable” no es más que un término bonito.
Mientras los 27 Estados miembros no resuelvan cómo combinar unos Estados Unidos de la eurozona, o pequeña Europa, con las estructuras existentes de la Unión Europea, el refuerzo de algunas partes debilitará el todo.
Y esto nos devuelve a la economía. La eurozona solo se reforzará a largo plazo si sus economías empiezan a crecer de nuevo.
¿Y si las políticas antikeynesianas exigidas por Alemania significan que partes importantes de la eurozona no recuperan el crecimiento? ¿Y si los miembros del sur, más débiles, experimentan años de sufrimiento, mientras países del norte como Alemania, Austria y Finlandia vuelven a tener beneficios? ¿Y si la periferia de la UE, la que no está en el euro —incluida Gran Bretaña— crece más deprisa que la eurozona? Las asimetrías en el comportamiento económico agudizarán las tensiones políticas.
Por debajo de todo esto, está la cuestión de que Europa ha perdido prestigio y poder en el mundo. Hace 10 años, había visiones optimistas de que Europa iba a “dirigir el siglo XXI”. Los chinos pensaban que la UE era un polo fundamental de un mundo multipolar. El otro día hablé con un personaje destacado de la escuela central del Partido Comunista Chino. ¿Qué le parecía ahora la UE? “Tratamos con cada país por su cuenta”, respondió. La UE, como tal, es “una cosa como Italia o España”. En otras palabras: la UE actual incita todo el tiempo a China a emplear la estrategia del divide y vencerás.
A partir de ahora, en todas las cumbres europeas debería estar presente una voz simbólica de China. No hace falta que sea alguien realmente chino; bastaría con un europeo que sea experto en aquel país. Antes de que los líderes europeos se pongan a trabajar, ese personaje simbólico debería transmitirles la valoración que hace China de la situación en Europa, con toda la franqueza y la brusquedad de las que son capaces los chinos. Si eso no les obliga a centrarse psicológicamente, no sé qué otra cosa lo conseguirá.
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: ideas y personajes para una década sin nombre.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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