El callejón donde murió Ricardo Ortega
El terremoto demolió la casa de enfrente y otras muchas del barrio pero el callejón donde murió Ricardo Ortega hace casi seis años se mantiene intacto. En él están aparcados tres vehículos. Un grupo de hombres se afana en las tripas de uno de ellos en busca de una avería. Las voces se cruzan con el ruido de las herramientas. Es extraño que la vida siga su compás a pesar de tanto muerto presente y pasado. Las puertas herrumbrosas que dan a la calle parecen una pésima defensa contra la mala suerte, la estupidez del gatillo fácil y el miedo. A pesar de su fragilidad son frontera firme entre dos mundos, el de los mecánicos que sobrevivieron y el de los que lo perdieron todo. Hasta allí llegan nítidos los cánticos de los oficios religiosos con los que se conmemora el primer mes de la catástrofe en Puerto Príncipe. Son bellos y tristes a la vez. Para ese tipo de dolor colectivo y profundo no sirven los muros.
Claude Verna y Emmanuel Valcourt recuerdan muy bien lo que sucedió aquel 7 de marzo de 2004. "Había una manifestación en el centro y se escucharon disparos. Aquí se refugiaron varias personas y dos periodistas extranjeros, uno americano y otro español. Después pasó un blindado americano por la calle y los periodistas asomaron sus cámaras por encima del portón para decirles quienes eran mientras pedían ayuda. Los americanos respondieron con un ráfaga. Ricardo cayó aquí, dice señalando un lugar en el que ahora hay una mesa, nadie pudo hacer nada por él. A veces vienen periodistas españoles con flores. Vino también un coronel que hacía muchas preguntas".
En la casa de Rue Lamarre 41-43 aún quedan marcas de aquellas balas. Claude las señala una a una. Dicen que Joseph Franois, que resultó herido por el mismo proyectil que mató a Ricardo Ortega, está milagrosamente vivo de nuevo. Antes sobrevivió a los americanos que venían a calmar Haití y ahora ha sobrevivido al terremoto que ha matado más de 200.000 personas, según los datos oficiales. Emmanuel deja las herramientas sobre el motor del coche y confirma el relato y la autoría de los disparos: "Ellos gritaban periodistas, pero los soldados americanos no les escucharon".
El callejón donde murió Ricardo Ortega es sucio, como casi todo Puerto Príncipe. Al fondo hay una casa pintada de azul y otra a la izquierda. Viven varias familias. Son pobres pero tienen suerte: nada se les hundió en la noche del 12 de enero. No lejos, en frente del palacio presidencial aplastado como si un gigante le hubiera dado un puñetazo en el techo miles de compatriotas acampan sus desgracias en espera de no se sabe qué. La ayuda que llega en grandes cantidades no se puede distribuir con tanta rapidez. Falta el Estado. Sobra desagracia.
Haití puede dar la impresión de ser un país violento. Es su estereotipo, una imagen que no concuerda con la actitud de unas gentes amables, de sonrisa fácil. La mayor violencia que padece el país más pobre de América no son las bandas de saqueadores ni los tumultos que se forman en la distribución de la comida o el agua sino la miseria constante, diaria y sin esperanza que padecen el 80% de los haitianos que viven por debajo del umbral de la pobreza.
A Ricardo Ortega no le mataron las balas de los chiméres de Jean-Bertrand Aristide, émulos lejanos de los tonton macoutes de Papa Doc Duvalier, sino balas del primer mundo, las nuestras. Como a Juantxu Rodríguez y José Couso. Al dejar atrás el callejón maldito, una nube de polvo blanco procedente del desescombro en una calle paralela lo cubre todo. Todo menos la tristeza y la memoria.
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