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Reportaje:

Certidumbres e incógnitas de un asesinato

Hace un poco más de 26 años, el 24 de marzo de 1980, el entonces arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, caía abatido por un francotirador, cuya identidad aún se desconoce, como si la tierra se lo hubiese tragado. Romero oficiaba una misa en un hospital para cancerosos de San Salvador. Se disponía a ofrecer el pan y el vino en la liturgia cuando una bala explosiva le destrozó el corazón y le arrebató la vida al instante.

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Varias investigaciones nacionales e internacionales coinciden en que el asesinato de Romero —en la actualidad, sometido a un proceso de canonización por el Vaticano— fue ordenado por el mayor de la inteligencia salvadoreña Roberto D'Aubuisson —ya fallecido—, que comandaba un escuadrón de la muerte y mantenía nexos poderosos a nivel militar y económico. El magnicidio abortó cualquier posibilidad de entendimiento político y se convirtió en el principal detonante de una guerra civil que duró 12 años y dejó 75.000 muertos. La polarización generada entonces aún sigue en vigor en El Salvador.

La zona más oscura de aquel crimen se centra en la figura del francotirador, la persona contratada para ejecutar al religioso. Las investigaciones no han dado con su identidad, aunque las sospechas recaen sobre muchas personas: desde un odontólogo, pasando por un cubano asesino a sueldo, hasta llegar, según las pesquisas más recientes, al oficial Emilio Antonio Mendoza, presunto asesor argentino y miembro de un grupo que en la década de los ochenta entrenaba a la G-II (inteligencia) de la extinta Guardia Nacional (GN). En un informe de la CIA en El Salvador enviado a Washington y fechado en mayo de 1985 se revelaba que Mendoza había reconocido ante la GN que disparó contra Romero aquel 24 de marzo de 1980. Sin embargo, el informe, desclasificado en 1993 por la CIA, aún tiene tachaduras.

"Quien disparó fue un ejecutor o autor material en la cadena de responsabilidades", explica a EL PAÍS la abogada María Julia Hernández, directora de Tutela Legal del Arzobispado desde hace más de 26 años y asistente de Romero en temas de derechos humanos. Hernández conoce al detalle el caso Romero. Y desde su asesinato no ha descansado en su búsqueda de justicia. "Antes se habló de que el ejecutor fue un cubano; se dijo también que fue un agente de la GN. Ahora se habla de este argentino, Mendoza, del que no se tiene razón y quizás se trate de un seudónimo... Pero hay un punto importante en el proceso legal interrumpido en El Salvador: el chófer, Amado Garay, quien condujo al francotirador, señaló al odontólogo Ernesto Regalado, ex jefe de la seguridad personal de D'Aubuisson, como la persona que disparó", explica la abogada.

"Fue sospechoso que en el proceso judicial, en la década de los ochenta, se suspendiera repentinamente la investigación referida a Regalado; al mismo tiempo, se canceló la extradición del capitán Álvaro Saravia, quien había sido apresado en Estados Unidos. Desde entonces, el caso está en la impunidad en El Salvador, porque, a nivel internacional, en Estados Unidos, el caso está judicializado en el tribunal federal de Fresno, California, donde Saravia fue condenado como ejecutor material y D'Aubuisson, como autor intelectual, es decir, quien ordenó el asesinato de monseñor Romero", aclara Hernández.

"Yo acusé y acuso a D'Aubuisson de ese asesinato, no caben dudas. Ahora bien, si logramos establecer que el argentino Mendoza existió y que fue el que disparó, pues también tiene responsabilidades en la cadena. Así que las autoridades argentinas podrían contribuir a esclarecer este hecho, como están esclareciendo los horrores de sus dictaduras", afirma con tono optimista. "Todo se sabrá y habrá justicia un día", añade con firmeza.

La muerte de Romero —que se suma a la de medio centenar de religiosos asesinados durante la guerra civil— y la masacre y las desapariciones de más de 8.000 personas no han sido llevadas a los tribunales. Una amnistía general promulgada en 1993 protege a los criminales de lesa humanidad, tanto militares como guerrilleros.

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