El monstruo de la antipolítica nos corroe
La política se mueve a un ritmo espasmódico, a golpe de tacticismos y giros de guion, y en busca de titulares que impacten en las redes para intentar ganar la batalla del relato, como ha ocurrido esta semana en el Congreso de los Diputados. Así se alimenta la desconfianza en la democracia y el auge del voto ultra
El próximo 23 de febrero Alemania se enfrenta a unas elecciones federales anticipadas por la incompatibilidad de los programas políticos de los socios de la coalición “semáforo”, llamada así por los colores de socialdemócratas, verdes y liberales. Las expectativas demoscópicas apuntan a un escenario poselectoral aún más complicado que el salido de los comicios de 2021. La posibilidad de reeditar las tradicionales alianzas “por el centro” parece agotada, con la caída de los liberales y el ascenso de la extrema derecha, que podría desbancar al SPD del segundo lugar y convertirse en un actor importante en el futuro Bundestag, como ya lo es en otros Parlamentos europeos. Las últimas encuestas indican que Alternativa por Alemania (AfD) podría superar el 20% de los votos, con la ayuda inestimable de Elon Musk y su X, convertida descaradamente en una plataforma de apoyo a las fuerzas de extrema derecha de todo el globo.
En Francia, la extrema derecha maneja a su antojo una situación diabólica, con una Asamblea Nacional partida en tres partes, fruto también de una convocatoria electoral avanzada, en este caso por el presidente Emmanuel Macron, que intentó emular a Pedro Sánchez y acabó viendo cómo su mayoría parlamentaria se deshacía como un azucarillo. El modelo de la V República, diseñado precisamente para evitar la ingobernabilidad que definió la cuarta y generar mayorías sólidas mediante el embudo que supone la segunda vuelta electoral (y el papel de monarca elegido del presidente), se ha mostrado incapaz de encauzar una situación parlamentaria inédita en los últimos 70 años, lo que ha provocado una interinidad gubernamental a la que no parece vérsele solución alguna. De momento ya han batido el récord del Gobierno más breve de la V República (encabezado por Michel Barnier), y el recién estrenado ejecutivo de Bayrou ya ha debido sortear su primera moción de censura.
En España también vivimos tiempos de mayorías inestables en el Congreso (en el invisible Senado la ley electoral blinda una sólida —aunque estéril— mayoría absoluta del PP). De hecho, nos encontramos con dos mayorías posibles, aunque parcialmente incompatibles. En el Congreso hay, por un lado, la mayoría que sustenta (no siempre) al Gobierno y una alternativa, como se ha puesto en evidencia el pasado miércoles con el voto conjunto de Junts, PP y Vox en su negativa a apoyar los decretos que el Gobierno llevaba para su convalidación.
La mayoría gubernamental se sustenta sobre la idea de un Estado plural y descentralizado, además del rechazo al acceso de la extrema derecha al Ejecutivo. Sin embargo, esa misma mayoría se tambalea cuando se trata del modelo económico y fiscal, como se ha comprobado. Junts y el PNV están en las antípodas de sus socios de mayoría en la izquierda, Sumar y Podemos. Sus planteamientos son diametralmente opuestos, a pesar de que todos unieran sus votos para investir a Pedro Sánchez hace poco más de un año.
Esta divergencia entre Junts y PNV, por un lado, y Sumar y Podemos, por otro, podría hacer posible una mayoría de derechas, aunque sería también parcialmente inverosímil. Cierto, Junts y PNV comparten con PP y Vox una misma visión del modelo económico. Todos ellos están de acuerdo en rebajar la fiscalidad a las grandes empresas y en limitar los avances en materia social y laboral. Pero ello no les permite conformar una mayoría de gobierno, porque sus visiones respecto del Estado autonómico son incompatibles. Sobre todo las que propugnan los nacionalistas conservadores catalanes y vascos y Vox, situados en cada extremo del eje territorial.
Existen dos mayorías posibles y a la vez imposibles, o parcialmente posibles. En cualquier caso, como demuestra la investidura de Sánchez, existe una mayoría posible coyunturalmente, es decir, que se agrupa de forma puntual para un fin concreto, pero que no comparte un proyecto político común a medio o largo plazo. No hay un programa conjunto a desarrollar, sino acuerdos puntuales, que también son posibles en el sentido contrario, como se vio con el voto conjunto de las fuerzas de derechas contra el impuesto a las eléctricas. ¿Implica este voto que es posible configurar una mayoría alternativa de derechas? No, como sus propios protagonistas han querido dejar claro. ¿Implica, pues, que la mayoría de la investidura se mantiene, un año después? Tampoco. Se mantiene para según qué y a cambio de según qué concesiones y en función de la coyuntura puntual del momento (y de las necesidades de las distintas fuerzas, o de los humores de sus líderes).
Ello da pábulo a la idea de una posible unión (coyuntural, puntual) del bloque de la derecha para presentar una moción de censura a Sánchez, a pesar de que Junts sabe que, en principio, pagaría un precio inmenso por su participación en una operación de este estilo junto a PP y Vox. Todo ello, sin embargo, contribuye a acrecentar la sensación de debilidad del actual Ejecutivo y genera a ojos de los electores la idea de que el sistema es inestable.
Mayorías evanescentes
No debería sorprender que el escenario parlamentario se mueva al albur del corto plazo y no obedezca a compromisos sólidos, ni aquí, ni prácticamente en cualquier democracia europea. De hecho, los partidos no se comportan así por capricho, actúan como lo hacen los votantes y, haciéndolo, les mandan un mensaje que refuerza la propia conducta de estos. Cada vez es más común que un número creciente de electores decidan su voto no tanto en función del proyecto político que les presentan las distintas fuerzas políticas, sino como respuesta a una situación coyuntural, que se dilucida en el mismo día de las elecciones. Cada vez es mayor el número de electores que votan para echar a alguien del Gobierno o para impedir que un partido en concreto acceda a él. Los partidos lo saben y actúan en consecuencia, incentivando ese tipo de voto puntual, de respuesta inmediata, porque les aporta un apoyo que puede acabar siendo decisivo. Que se lo cuenten al PSOE, que salvó las elecciones de 2023 gracias al voto de los menores de 30 años que se decidieron por la papeleta socialista en la última semana de campaña, porque querían evitar que Vox entrara en el Gobierno de Feijóo que anunciaban (casi) todas las encuestas.
El problema con ese tipo de voto es que, una vez conseguido su objetivo, se desvanece, no se mantiene mucho más allá de la noche del domingo, cuando se comprueba si ha valido la pena participar o, por el contrario, no ha servido para nada. Esta concepción del voto como algo puntual, coyuntural, es la traslación en el ámbito electoral de un ritmo social acelerado que ha propiciado un cambio en la manera como tomamos decisiones, cada vez más rápidas y de más corta vigencia. Decisiones que se toman y se olvidan casi al mismo tiempo, guiadas por la búsqueda de una respuesta inmediata, a poder ser, satisfactoria.
No debería sorprender que este tipo de toma de decisión, utilitaria y coyuntural, sea moneda común en la política, de la que prácticamente han desaparecido los compromisos a largo plazo, las alianzas sólidas, sobre todo con la aparición de partidos con muy poco (o casi nada) que perder, que actúan como free riders parlamentarios, obligando a sus competidores a adoptar tácticas similares si no quieren pasar por sumisos (que se lo pregunten a ERC o al propio PP).
El resultado de todo ello son estos Parlamentos convertidos en arenas movedizas en las que los gobiernos intentan hacer encaje de bolillos mientras se van dejando plumas para salvar votaciones, desactivando las minas que van dejando a su paso partidos que, en teoría, son sus aliados. Así, la política se mueve a un ritmo espasmódico, siempre al límite, apareciendo a ojos del electorado como más preocupada por sus cuitas que por dar una respuesta coherente y de largo alcance a los problemas que le acechan (la inflación, la vivienda…). Obviamente, los gobiernos hacen muchas más cosas, pero lo que se ve de ellos es solo eso. Carne de infotainment, a medio camino entre el culebrón y el deporte, un material precioso para el clickbait compulsivo de los fans de la propia política, pero que más allá, allí donde habita el elector normal, que se acerca a ese mundo desde la desconfianza y solo a ratos, y del que solo le llegan los gritos, allí es donde va creciendo el monstruo de la antipolítica, que corroe en silencio los cimientos de nuestras democracias hasta devorar las urnas. La clave está en cómo puede sobrevivir la política, necesariamente lenta, en un mundo dominado por la inmediatez y la recompensa instantánea. Quien dé con la respuesta habrá salvado la democracia.
Nostalgia del hombre fuerte
Parte del resultado desastroso que le pronostican los sondeos al canciller Olaf Scholz en las elecciones del 23 de febrero en Alemania se debe a su imagen de líder incapaz de poner en vereda a sus socios de Gobierno. Por su parte, Macron, que una vez fue Júpiter, es la viva imagen el rey Lear, el líder al que su pueblo ha dado la espalda, un “pato cojo” con dos años de mandato que deambula errabundo por los pasillos del Elíseo, con un poder en teoría inmenso, pero que se da de bruces con la realidad de una Asamblea en la que los suyos ocupan solo uno de cada cuatro escaños.
Existe una evidente reacción por parte de la ciudadanía a esta situación en la que los gobernantes se ven cada vez más en apuros. En los últimos 15 años, los Parlamentos de prácticamente todas las democracias se han hecho más diversos, más plurales… y más difíciles de gobernar. Las mayorías sólidas y estables de antaño han dado lugar a situaciones más complejas e inestables. Los grandes partidos tradicionales han perdido peso (algunos dramáticamente), los minoritarios se han hecho grandes (ahí tienen a Le Pen) y han aparecido nuevas formaciones con éxitos fulgurantes (y caídas igual de fulgurantes). Es el signo de los tiempos, la expresión de una sociedad más diversa, más fraccionada.
Pasado el primer momento de algarabía pluralista (el hype de la nueva política) ha llegado la resaca y, con ella, la reacción que demanda a la política respuestas (inmediatas y eficaces). Esa demanda se encuentra con una política inestable de gobiernos que caminan en el alambre de unas mayorías cortas, plurales y volubles. Una política que los medios venden como un entretenimiento más, como si las sesiones de control al Gobierno fuesen un combate de boxeo (o mejor, de pressing catch) y el hemiciclo un ring. ¿A quién puede sorprender que parte del electorado, precisamente aquellos que no están muy interesados en la parte pugilística del asunto, reclame un líder fuerte?
Solemos relacionar tal demanda con los sistemas autoritarios. Por líder fuerte nos vienen automáticamente a la mente Erdogan o Putin. Pero la idea del hombre fuerte no es exclusiva de las dictaduras. De hecho, buena parte de la ciudadanía actual, la que ha conocido el mundo de antes de 2008, ha vivido al abrigo de líderes fuertes, dirigentes de países democráticos como De Gaulle, Adenauer, Kohl, Mitterrand, Thatcher (de las escasas mujeres, junto a Merkel), o el mismo Felipe González, o José María Aznar (y Jordi Pujol). La Europa democrática se construyó hasta hace bien poco sobre la base de liderazgos fuertes y mayorías sólidas y duraderas.
Tal vez la nostalgia del líder no retrate una tendencia autoritaria (es decir, no democrática) en buena parte de los electores europeos, sino un deseo de algo tan elemental como la simplicidad de saber que hay alguien que está al mando y manda, hace cosas, soluciona los problemas, que, en definitiva, es de lo que va la política… o de lo que debería ir, pero no va. Porque la política de la campaña permanente es un canal temático más en nuestro terminal, un juego infinito al que se dedican políticos y medios con fruición para deleite de un público compuesto por hooligans que gritan el clásico “al enemigo, ni agua”.
De la cacofonía constante de una política que renuncia al acuerdo surge la sombra del líder fuerte como solución, para beneficio de las fuerzas reaccionarias. Pero no se confundan. Quienes aúpan a esa figura providencial no son, en su mayoría, fascistas, ni tan siquiera están interesados en la bronca política. Son los asqueados con esta manera de hacer y retransmitir la política. Gente que quiere, simplemente, que las cosas funcionen. Y eso, a veces, es más fuerte que las apelaciones vacías a salvar la democracia.
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