Michel Barnier, el primer ministro francés más efímero
El político sobreestimó su capacidad de llegar a acuerdos en una situación política endiablada donde la izquierda y la ultraderecha iban a darle caza de cualquier manera para castigar al presidente Macron
La historia, acostumbrada a comenzar sus grandes relatos por el final, recordará ahora a Michel Barnier (La Tonche, 73 años) por ser el primer ministro de más edad de la V República francesa y también el más fugaz. Una metáfora triste y nítida de la nueva política, una cruel centrifugadora que no atiende a documentos de identidad ni hojas de servicio. Pero Barnier, que acaba de ser engullido por una moción de censura cuyo único propósito era lastimar al presidente, Emmanuel Macron, no es un político cualquiera.
El hombre que organizó en 1992 los Juegos Olímpicos de Invierno en Albertville, en su Saboya natal, era, sobre todo, la persona que había doblegado a la diplomacia británica: el gran negociador que, mediante calma y una gran dosis de flema, logró sacar de quicio a sus interlocutores al otro lado del canal de la Mancha y alcanzar un buen acuerdo para los socios comunitarios tras la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Pero a Barnier ―hombre recto, gaullista y profundamente europeísta, que podía haberse jubilado tranquilamente con ese recuerdo impreso en la memoria colectiva de Europa― le pudo su ambición y, quién sabe, si un cierto sentido patriótico. Aceptó, quizá de forma imprudente, un encargo endiablado que le hizo Emmanuel Macron el pasado septiembre para intentar coser lo irreconciliable.
Barnier subestimó el odio, la cólera y la sed de venganza acumulados en el Parlamento en los últimos años. Quizá no analizó, como sí hizo durante su última entrevista televisada el martes por la noche, que esos elementos no auguraban nada bueno y llegó sobrado de confianza a Matignon, la sede del Gobierno. Su primera comparecencia, junto a su predecesor, Gabriel Attal, estuvo plagada de momentos que rozaban el vacile al joven ya ex primer ministro: “Seguro que puede enseñarme muchas cosas, aunque solo haya estado ocho meses en el cargo”, le soltó en su discurso de traspaso de papeles mientras Attal sonreía forzadamente.
En la cabeza de Barnier, que no perdía oportunidad de invocar a Charles de Gaulle y “una cierta idea de Francia” (la frase con la que el general comenzaba sus memorias), transcurría una secuencia donde él solo, con su capacidad negociadora a izquierda y derecha, arreglaba el entuerto que el presidente de la República había organizado: no solo disolviendo la Asamblea de forma irreflexiva el pasado junio tras perder las europeas y convocando elecciones generales; sino negándose a permitir a la alianza de izquierdas, vencedora tras dos vueltas, designar a un candidato a primer ministro (el nombre que propusieron era el de la tecnócrata Lucie Castets). No entendió que su final estaba escrito.
Barnier, en realidad, nunca estuvo ahí. Porque a esas alturas, el Gobierno de Francia estaba ya en manos de la ultraderechista Marine Le Pen y su partido, el Reagrupamiento Nacional. La fragmentación en tres grandes bloques de la Asamblea y haber despreciado e ignorado la victoria de la izquierda dejaba cualquiera de sus grandes decisiones en manos de los 143 diputados de la ultraderecha. Por eso, desde el primer minuto se dedicó a cortejar al populismo ultra con una retahíla de concesiones ―desde el nombramiento de un ministro del Interior extremadamente conservador y duro, Bruno Retailleau, a recibir a Le Pen las veces que hiciera falta en Matignon para escuchar sus exigencias o a anunciar una severa ley de inmigración―, que no terminaron hasta la mañana del miércoles, cuando todavía estaba dispuesto a negociar lo que hiciera falta para cerrar los presupuestos y permanecer en el cargo.
El problema es que Barnier no era ya un interlocutor válido para los firmantes de la moción de censura. Ni siquiera era el verdadero objetivo de la ultraderecha y de la izquierda. Durante estos tres meses, el primer ministro ―y los ciudadanos franceses― han vivido una suerte de simulacro de Gobierno, poniendo importantes medidas en marcha y trabajando duramente en un presupuesto que debía recortar 60.000 millones de euros para evitar que el déficit siguiese disparándose. Pero la fecha, y solo ahora se sabe, estaba escrita en el calendario: la primera vez que utilizase el artículo 49.3 de la Constitución para aprobar una medida de calado, sería víctima de una moción de censura. Como suele decirse, la medida activada este miércoles en el Parlamento ha sido una patada a Macron, pero en el trasero de Barnier.
Barnier se marcha. Algunos hablan de una cierta ambición para regresar convertido en candidato para las presidenciales de 2027. No parece que la edad ni el recuerdo que quedará en los franceses de esta etapa puedan favorecerle.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.