Richard Sennett, sociólogo: “Recobremos la vida pública, el encuentro con quienes no son como nosotros”
El intelectual estadounidense, uno de los ensayistas más innovadores y originales, nos avisa: la sociedad contemporánea nos vuelve más individualistas y nos convierte en actores en busca de un público, algo que se exacerba en el caso de los políticos
Richard Sennett, de 81 años, nació en la ciudad de Chicago y creció en un proyecto de viviendas sociales, Cabrini Green, donde convivían trabajadores humildes de distintas razas. Hijo de padres comunistas, de ascendencia rusa, su primera vocación fue la música. Iba a ser intérprete solista de chelo cuando una lesión truncó su carrera. Derivó en la Sociología, para convertirse en uno de los intelectuales más influyentes y leídos de las últimas décadas. Ha sido consultor de Naciones Unidas y ha escrito obras seminales, como el clásico El declive del hombre público (que vio la luz en 2003), sobre la esfera pública, el mundo laboral, las clases sociales o la familia. También es autor de El artesano, donde desgrana nuestro conocimiento y habilidad para hacer las cosas bien.
Profesor emérito de la London School of Economics, pasa ya más tiempo en la capital británica que en Estados Unidos, aunque sigue muy de cerca la realidad política y social de su tierra de origen. Recibe a EL PAÍS en un apartamento austero, de paredes blancas y escasamente decorado. Ofrece té o café a sus visitantes, con una amabilidad exquisita, y enseguida comienza a hablar, apoyado en la mesa del comedor, de su nuevo libro, El intérprete (editorial Anagrama), un ensayo lleno de datos, reflexiones, historias, anécdotas y sabiduría, sobre la relación de las artes escénicas, la vida y la política. Todos somos actores que utilizamos la herramienta de la interpretación. En algunos casos, surge el arte y la civilización. En otros, la teatralidad genera destrucción y rechazo al otro.
Pregunta. Donald Trump y Boris Johnson. Usted los presenta como maestros de la interpretación, del teatro político. Sus ideas pueden ser poco originales, pero seducen con su lenguaje no verbal.
Respuesta. La gente se burla del hecho de que Trump repita una y otra vez los mismos clichés. Lo que no entienden es que se trata de un gran intérprete, de un gran performer, que consigue transmitir la sensación de que todo lo que dice es nuevo, algo que se le acaba de ocurrir. Es un maestro a la hora de convertir todos esos tópicos en algo que acaba creando una relación aparentemente espontánea con su audiencia.
P. ¿Todos los autócratas de nuestro tiempo utilizan esta teatralidad que apela a las emociones, frente a la racionalidad de las democracias liberales?
R. Pero los poderes expresivos que yo analizo son sencillamente herramientas. No son la causa de comportamientos autoritarios. Esa causa hay que buscarla en razones económicas o sociales. En el caso de Putin, por ejemplo, su éxito deriva del fracaso del neoliberalismo. Su autoritarismo no responde a su teatralidad.
P. Pero vemos más estas performances en la extrema derecha…
R. Todo esto es una herramienta expresiva, pero es cierto que la usa más la extrema derecha que la extrema izquierda. Ocurre lo mismo con Trump, que tiene un poder expresivo que seduce a la gente, pero que no está al servicio del arte. Por eso digo que se trata únicamente de herramientas que se usan para revelar algo más profundo.
P. Resulta frustrante para la izquierda política…
R. Lo hemos visto en Francia. La izquierda está confusa, está segura de haber vencido con los mejores argumentos en la batalla contra la extrema derecha, pero es la extrema derecha la que triunfa.
P. ¿Cuál debería ser entonces la respuesta?
R. Cambiando el marco en que pensamos para expresarnos. No puede ser un marco de expresión dominado por las pasiones de las personas. Debe ser otro tipo de teatro. El teatro de nuestro comportamiento en la calle, cada día, con extraños. Por eso me interesa tanto todo lo que tiene que ver con la cortesía, con el civismo.
P. Propone entonces un tipo de convivencia directa con nuestros conciudadanos como antídoto a ese teatro político.
R. Necesitamos recobrar la experiencia de la vida pública, el reencuentro directo con personas que no son como nosotros. Es un aspecto social de la performance, la idea de exponerse, de dejarse ver ante los demás. Algo que no va a solucionar la actual política irracional que sufrimos, pero que dará a las personas una visión diferente de los otros.
P. No se debe responder entonces, sugiere, con un discurso ideológico a ese tipo de política…
R. La mayoría del teatro político se centra en la eliminación del rival. La representación, la performance, busca el rechazo de aquellos que son diferentes a nosotros, de cualquier tipo de solidaridad. Es el modo en que se hace desaparecer la realidad. Todo se reduce a nosotros mismos y a nuestros sentimientos. La respuesta a una experiencia como esa, que tiene más de social que de ideológica, consiste en acudir a lugares y espacios donde no seas tanto un espectador como un individuo presente, en contacto con otros que son distintos a ti.
P. ¿Dónde está ese espacio alternativo?
R. Siempre he pensado que las ciudades pueden hacer lo que los Estados-nación no pueden, que es juntar a personas que son diferentes entre ellas. Un ejemplo muy claro son los colegios públicos de una ciudad como Londres, que son laboratorios reales donde conviven personas muy distintas.
P. Usted recuerda en su libro un episodio de los años sesenta en Nueva York: los estibadores sin trabajo, hipnotizados ante el discurso racista en televisión del gobernador sureño George Wallace.
R. Era capaz de usar la herramienta de su interpretación para excitarles de un modo temporal. La clave aquí está en la palabra temporal. Porque no lograba en absoluto solucionar la situación de estas personas. La expresión de estos sentimientos racistas no lograba que obtuvieran trabajo.
P. Y esto recuerda, por ejemplo, a los brotes violentos de racismo y disturbios vividos este verano en el Reino Unido.
R. Lo mismo. El resultado de esas revueltas no fue la devolución de extranjeros a sus países de origen. El modo en que este poder de expresión de esos ciudadanos se configura es como si fuera una liberación, pero una liberación que les deja igual de impotentes o más de lo que estaban antes.
P. Lleva su idea de la performance, de la interpretación, al mundo del trabajo. Y cree que ya ha desaparecido esa era en la que el trabajador representaba un papel que le daba seguridad.
R. Eso se ha acabado. En parte por la tecnología, porque el tipo de habilidad que los trabajadores habían adquirido y podían presentar de un modo personal se realizan ahora online. Se han desmaterializado. Y en parte por cómo ha cambiado el modo en que funciona el capitalismo, que ya no depende de la presencia física de los trabajadores. Antes podías parar una cadena de montaje con una huelga. Ahora, si 100.000 trabajadores de un call center hacen huelga, pueden ser reemplazados por otros 100.000 en otro lugar. Y aún empeorará todo más con la inteligencia artificial.
P. Usted es hijo de dos miembros del Partido Comunista, toda una rareza en Estados Unidos. Se alejó del dogmatismo comunista, pero con el tiempo asegura que se ha vuelto más de izquierdas.
R. A medida que la economía ha ido desarrollándose y evolucionando, y yo me he hecho mayor mientras la veía evolucionar década tras década, he entendido que este intento de llevar a cabo las ideas socialistas por la mínima no va a funcionar. Debemos encontrar otro modo de hacerlo. No sé cuál será, pero esa ha sido hasta ahora mi trayectoria política.
P. La respuesta vendrá de algún tipo de expresión colectiva…
R. Una de las razones por las que me aproximé a la izquierda era mi interés por el movimiento sindical. La idea de funcionar como un actor/intérprete aislado, individual, que es lo que el capitalismo moderno está logrando en las personas, las convierte en absolutamente impotentes. Cada vez más débiles.
P. Ve el peligro de ese individualismo en la tendencia actual de la izquierda a presentar una política de identidades.
R. Sí, ocurre con las cuestiones de raza, y también con todo lo relacionado con las identidades sexuales. Acaban siendo una presentación de lo que Erving Goffman llamó “la presentación de uno mismo”. Dramatizas tu propia identidad a costa de las relaciones con los demás.
P. Y en esta constante teatralidad de la política, ¿diría usted que la constante advertencia de una catástrofe climática no ha podido ser interpretada como una exageración afectada?
R. Eso podía ser verdad hace cinco años, cuando el discurso era muy catastrofista, sí, pero no creo que hoy encuentres a alguien en Grecia, por ejemplo, a quien no le importe que la temperatura suba a los 42 °C, o que diga: qué más da, de algo hay que morirse. La gente ya no habla así.
P. Es usted judío, y profesa su admiración por quien fue su maestra, Hannah Arendt. Usted cree que la filósofa alemana habría rechazado los ataques de Israel en Gaza. ¿Qué sentimiento le producen a usted?
R. Se cometió un acto malvado por parte de Hamás [con los ataques del 7 de octubre], pero la respuesta a eso no puede ser la comisión de otro acto malvado. Como judío, me siento horrorizado ante la idea de que se haya acabado cometiendo ese segundo acto malvado.
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