Todos preferimos vivir en una democracia liberal
El liberalismo es más ambicioso que la política identitaria, escribe el ensayista Yascha Mounk, pues lo que nos mueve son las causas comunes con personas de distintos orígenes
Piense en un país, que no sea el suyo, en el que le encantaría vivir. Un lugar en el que pueda imaginarse llevando una vida entera de estudio y trabajo, desarrollando sus aficiones y (si le apetece) formando una familia. ¿Cuál elegiría?
No puedo pretender de ningún modo que conozco la respuesta: hay muchas culturas y países maravillosos en el mundo, y todos y cada uno de ellos exhiben graves problemas junto a seductoras cualidades. Pero sí estoy dispuesto a apostar que, con toda probabilidad, el país que ha elegido tiene un gobierno profundamente modelado por los preceptos del liberalismo filosófico.
Los países autoritarios, como Vietnam o Etiopía, pueden figurar en los primeros puestos de una lista de lugares que visitar como turista. Algunas dictaduras opulentas, como China y Arabia Saudí, podrían parecer atractivas para una estancia profesional de unos meses o unos años. Pero, tal como revelan diversas encuestas sobre los destinos con los que sueñan los potenciales migrantes, cuando la gente piensa en cómo y dónde quisiera vivir elige mayoritariamente países como Francia, Alemania, Canadá, el Reino Unido, Australia o Estados Unidos; es decir, países en los que podría hablar con libertad, disfrutar de un importante grado de autonomía en la forma de vivir su vida privada y cuestionar aquellas decisiones del gobierno que considerara fuera de lugar.
Hay buenas razones para ello. Las estadísticas revelan que las democracias liberales superan a sus rivales en una serie de parámetros clave que prácticamente todo ser humano valora. Los 20 países del mundo cuyos habitantes afirman ser más felices son todos ellos democracias; de los 30 con mayor índice de desarrollo humano, 28 son democracias liberales, y de los 30 con mayor esperanza de vida, 29 son también democracias liberales. Incluso en los indicadores económicos, que en general se cree que se decantan en favor de las autocracias eficientes, las democracias disfrutan de una sorprendente ventaja: de los 25 países de más de cuatro millones de habitantes con el mayor PIB per cápita, 22 son democráticos (las tres únicas excepciones son una ciudad-Estado semiautoritaria, Singapur, y dos dictaduras que se han enriquecido gracias al petróleo, Kuwait y los Emiratos Árabes Unidos).
Importa tener recursos para alimentarse y vestirse. Importa tener acceso a una educación de calidad. Importa cuánto vives y cuán feliz eres. Pero lo que más importa es que todos esos logros sociales supongan más que la suma de sus partes, porque solo cuando puedes atender a tus necesidades básicas, vivir en una comunidad relativamente pacífica y ser libre para desarrollar tus propias aptitudes, tendrás la mejor oportunidad de ordenar tu vida en consonancia con tus propias convicciones y aspiraciones.
Algunas personas buscan tener una carrera profesional de prestigio; otras, maximizar el tiempo que pasan con su familia. Algunos sueñan con ser estrellas del rock; otros se centran en cumplir estrictamente las normas que marca su religión. Una sociedad liberal no impone a sus ciudadanos ningún modelo concreto de desarrollo humano, pero resulta ser inmensamente mejor que cualquier otro sistema alternativo a la hora de proporcionarles los derechos, las libertades y los recursos que necesitan para perseguir lo que cada uno de ellos juzga una vida floreciente.
Ningún defensor de la autodeterminación colectiva, la libertad individual y la igualdad política debería ser tan ingenuo como para creer que estos valores se han materializado plenamente en alguna parte del mundo; al mismo tiempo, no obstante, debemos evitar caer en un escepticismo ahistórico que nos impida ver el marcado contraste que existe entre las democracias liberales y los demás sistemas de gobierno que han dominado el mundo a lo largo de los siglos. Eso significa que los liberales hemos de compaginar mentalmente dos creencias a la vez: deberíamos celebrar la forma en que nuestros principios han contribuido a lograr enormes mejoras en el mundo y deberíamos recordar que el liberalismo es una fuerza de progreso, no de mantenimiento del statu quo, comprometiéndonos a seguir haciendo todo lo posible para que el mundo esté más en consonancia con nuestros ideales.
Las categorías identitarias perderán relevancia porque nos habremos esforzado por superarlasYascha Mounk
La síntesis identitaria se presenta como una ideología progresista que intenta rehacer el mundo de manera radical. Pero ese barniz de radicalismo no logra ocultar su profundo pesimismo ni la pobreza de sus ambiciones. En el núcleo de su visión reside una postura de aceptación de la permanente importancia de categorías dudosas como la raza. Trata de vender a la gente un futuro en el que las personas se definirán por siempre en función de los grupos identitarios a los que pertenecen, en el que las diferentes comunidades estarán constantemente atrapadas en una competencia de suma cero, y en el que la forma en que nos tratemos unos a otros dependerá siempre del color de nuestra piel y nuestras tendencias sexuales.
El liberalismo, en cambio, se basa en un conjunto mucho más ambicioso de aspiraciones para el futuro. Quienes profesan el liberalismo filosófico creen que lo que impulsa a la mejor versión de los seres humanos es su capacidad de hacer causa común con personas que tienen creencias y orígenes distintos, antes que su pertenencia a determinados grupos concretos. Diversas personas que proceden de diferentes partes del mundo y que ahora se consideran miembros de distintos grupos identitarios pueden generar una auténtica solidaridad mutua. Los valores universales y las normas imparciales pueden hacer del mundo un lugar mejor si se aplican con convicción y se ponen en práctica con cuidado. Y lo que probablemente es más importante: las categorías identitarias que históricamente han fundamentado la injusticia y la opresión, como la raza, pueden perder relevancia con el tiempo, no porque nos las hayamos ingeniado para ignorar las injusticias que aún sigan inspirando, sino porque nos habremos esforzado por superarlas.
¿Qué probabilidades hay de que sigamos atrapados en la trampa identitaria? ¿Y cómo los liberales, y otros que discrepan de las premisas fundamentales de la síntesis identitaria, podemos luchar contra ella sin dejar de mantenernos fieles a nuestros principios?
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