Las dos caras del éxito de Singapur
La ciudad Estado combina riqueza y un severo control de libertades en su 50º aniversario
De ser una pequeña villa de pescadores con pocos recursos naturales a superar a las grandes potencias mundiales en muchos de los índices de desarrollo. Así es Singapur. Cincuenta años después de su fundación, que se conmemoró ayer con festejos, esta pequeña isla del sudeste asiático se ha convertido en uno de los Estados con el índice de corrupción más bajo del mundo, el séptimo país por PIB per capita y con uno de los mejores sistemas educativos del mundo.
Singapur, antigua colonia británica de la que se independizó en 1963 como parte de Malasia, fue expulsada de su vecina debido a las tensiones raciales y obligada a vivir de forma independiente sin agua o electricidad suficientes.
Su evolución se debe en gran parte gracias a su ubicación privilegiada en el estrecho de Malaca, una de las rutas de navegación más importantes del mundo. También debido a que es un paraíso fiscal con un entorno favorable para los negocios, a que la mayoría de la población habla inglés y a que goza de gran estabilidad política: el mismo partido ha ganado todas las elecciones desde que fue creada hace medio siglo.
Su modelo, que ayer celebraron cientos de personas con desfiles militares, es difícil de replicar por sus vecinos. “Es una pequeña área [de 700 kilómetros cuadrados] con una pequeña población [cinco millones de habitantes] que puede ser fácilmente contenida y controlada”, explica Emerlynne Gil, consejera para el sudeste asiático de la Comisión Internacional de Juristas.
La ciudad Estado también tiene un lado oscuro. Su fundador y artífice del cambio, Lee Kuan Yew —fallecido hace unos meses— sostenía que el modelo de democracia liberal occidental no podía ser aplicada en un país en desarrollo. Construyó un país con un férreo control de las libertades individuales —la homosexualidad está penada con dos años de prisión, por ejemplo—, que apenas se ha relajado.
Singapur ha sido denominado en más de una ocasión la Disneylandia con pena de muerte, castigo con el que se condena el tráfico de drogas y el homicidio. Los azotes son una forma de castigo para más de 40 delitos y una medida disciplinaria en las prisiones, reformatorios y las escuelas. Y también se prohíben actos que son parte de la vida cotidiana en la mayoría de los países del mundo: desde abrazarse a escupir en la calle o mascar chicle.
“Si no hubiéramos intervenido en la vida de la gente, en cuál es tu vecino, cómo vives, qué ruido haces, cuándo escupes o qué lenguaje utilizas, no estaríamos donde estamos”, dijo en una ocasión Lee Kuan Yew.
Pero la supresión de ciertas libertades civiles, advierte Olof Blomqvist, de Amnistía Internacional, “no es en absoluto una precondición para el desarrollo económico”. Blomqvist recuerda el caso de un joven bloguero encarcelado por publicar imágenes consideradas obscenas en YouTube. “Se merecen celebrar también una sociedad que permita el debate público abierto y libre”, dice.
El milagro de Singapur presenta un elevado coste en derechos humanos que no parece que vaya a cambiar en un futuro cercano.
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