Antidepresivos, precariedad y rabia: el agravio del norte del Reino Unido que palpita en Blackpool
Tras la fachada vacacional de esta población se esconden los trabajos mal pagados y las viviendas insalubres. Y el rencor de quienes creyeron ver en el Brexit la oportunidad de una vida mejor, escribe la periodista Ana Carbajosa en su nuevo libro
“Muchos de mis amigos están muertos”. Jessica Johnson lo dice sin mayor dramatismo a sus treinta y cuatro años. Tres de sus amigos se suicidaron cuando era más joven y un cuarto se ahorcó hace no tanto. Como ella, otros han tenido que aprender a vivir con la muerte prematura en Blackpool, la ciudad playera con una tasa de suicidios muy por encima de la media nacional. El que un día fuera el paraíso de los veraneantes británicos es, además, el lugar con la menor esperanza de vida de Reino Unido, donde un chico vivirá 16 años menos que uno de una región próspera del sudeste y donde uno de cada cinco sufre depresión. Hace años, Blackpool era otra cosa. Era un edén de flotadores, helados de máquina y arena fina. Fue. Hoy es un lugar en evidente declive, convertido en símbolo de aquellas ciudades del norte que no logran despegar. […]
Johnson es una chica amable con el pelo negro y la piel clara, que habla mientras bebe Red Bull […]. El día que la conocí, charlamos en el pequeño local que acaba de abrir en Claremont Ward, un barrio duro de Blackpool. […] De Claremont Ward la echaron a patadas cuando tenía diecisiete años, después de que su amigo y compañero de piso apuñalara a un tipo de una banda rival. Años más tarde decidió regresar. […] “Aquí, quien puede se va. Algunos compañeros de mi clase en el colegio se fueron a Londres o a Mánchester. De los que se quedaron, muchos cayeron en el alcohol, la depresión... En Londres les da igual lo que pase aquí”. […]
Blackpool es como otras ciudades costeras inglesas, un lugar con doble vida. Por un lado es un destino playero con todos sus complementos desplegados a lo largo del paseo marítimo. Tiene su noria y su embarcadero repleto de atracciones y de máquinas tragaperras. […] Hay un museo de cera con canciones de Ed Sheeran en bucle de telón de fondo y un puesto en el que venden barras de chocolate con envoltorios customizados y supuestamente transgresores con mensajes del tipo: “Soy antivacunas” o “Gilipollas”. Hay un puñado de fish and chips, donde las familias hacen cola para comprar cucuruchos grasientos de pescado rebozado con patatas fritas y vinagre. Y en la playa, el mar. Gris, encrespado y custodiado por la famosa torre de Blackpool, que recuerda a la de Eiffel y que en sus días de gloria llegó a ser la estructura más alta del Imperio británico. Un año incluso la reinauguró la mismísima Diana de Gales. Pero detrás de esa fachada vacacional transcurre la vida real de la ciudad, la de todos los días y la de la temporada baja. La de los trabajos mal pagados y las viviendas insalubres. La de los antidepresivos y la de la rabia hacia el establishment londinense que creen que les ignora y del que no se fían porque sienten que les ha defraudado demasiadas veces. La de los hombres y las mujeres corrientes que creyeron ver en el Brexit la oportunidad de una vida mejor.
En Blackpool, el 67,5% de la población votó a favor del Brexit y en contra de los que consideran burócratas de Londres, que sienten que en el mejor de los casos los ignoran. En algunas partes del norte, como esta, la pobreza es visible y se desprende un sentimiento de agravio profundo respecto al sur. Este es desde luego un caso extremo, pero es representativo porque reúne muchos de los problemas presentes en otras ciudades del norte del país. Esas diferencias regionales se han convertido en una máquina de crear desafección ciudadana, en el líquido amniótico del que se han nutrido monstruos como el Brexit o Boris Johnson. Porque lo que sucedió en aquel referéndum catártico explica en buena medida las fracturas territoriales que desgarran este país, en el que la brecha entre Londres y sus alrededores y el norte del país es profunda. Aquí la gente pidió a gritos un cambio. Puede que haya fracturas mucho más evidentes, como la de Irlanda del Norte o la de Escocia, pero la división norte-sur, y entre Londres y el resto, resulta crucial para entender el Reino Unido y los cambios recientes y profundos que han transformado este país para siempre.
Blackpool no es hoy ni la sombra de lo que fue, pero el pasado glorioso se mantiene muy vivo en la memoria de los más mayores. Este lugar fue durante décadas el destino soñado de las familias británicas. Lo comprendí la mañana que me abrió los ojos un grupo de señoras mayores que se habían juntado a charlar y a desayunar té con tostadas de pan de molde untadas con margarina salada en un centro social de la ciudad. Aquella mañana aprendí más con las chicas de oro de Blackpool que con muchos libros sesudos sobre el Brexit. Ellas me ayudaron a entender hasta qué punto la nostalgia de un pasado idealizado resultó un factor decisivo en el referéndum, sobre todo para los de su generación, los que mayoritariamente votaron a favor del divorcio. Comprendí la importancia del peso de la memoria en la proyección del futuro y de lo difícil que les resulta desprenderse de ese anhelo identitario tan palpable.
Pauline Gedall, a punto de cumplir los noventa, era sin duda la más lúcida. Preservaba intacta una capacidad de análisis alucinante. Tal vez por haber dedicado su vida a la música. […] Ella recuerda los años dorados de Blackpool. “Veranear aquí era un sueño. Era una ciudad muy rica, en la que los hoteles siempre estaban llenos. Si alguien tenía una habitación libre, lo anunciaba por la radio”. Aquí pasaban sus vacaciones los trabajadores de las fábricas de las ciudades del norte”. […] La primera vez que vino de vacaciones con sus padres desde el vecino Mánchester tenía tres años y medio.
Los años de bonanza tocaron a su fin con el cierre de las fábricas y la traumática reconversión industrial del norte del país. Los obreros ya no tenían ni vacaciones ni dinero para veranear. Después llegó el boom de los vuelos baratos que terminaron de dar la puntilla a una ciudad incapaz de competir con los precios y el sol de España o de Turquía. […] En 2014 el aeropuerto de la ciudad costera dejó de operar porque perdía dos millones de libras al año. Cerraron comercios y los pequeños hoteles acabaron divididos en habitaciones-viviendas que ahora se alquilan a familias enteras. […]
El pasado glorioso aquí y en otros lugares del Reino Unido resultó un factor decisivo en el referéndum. Muchos quisieron volver atrás y la nostalgia cristalizó en las urnas. Gedall, como el 52% de los británicos, votó a favor del Brexit. “Se trataba del orgullo de Inglaterra, de nuestro país. Queríamos tener poder sobre nuestras decisiones, queríamos recuperar nuestra identidad, que se había diluido. Pensamos que podíamos dar marcha atrás al reloj del tiempo, pero no se puede”. Ahora, Gedall se da cuenta de que aquella ensoñación nostálgica no les ha traído nada bueno. Sobre todo a los jóvenes y a los que como en Blackpool se encuentran en el extremo más débil de la cadena de las decisiones políticas y macroeconómicas. Cuando los recortes aprietan, la inflación se dispara y los salarios no alcanzan, en lugares como este es donde se siente con especial crudeza el latigazo. […] Los médicos incluso se refieren a las afecciones de muchos de los que viven aquí como “el síndrome de una vida de mierda” (shit life syndrome). Es decir, gente con ansiedad, depresión y otras enfermedades mentales, causadas o agravadas por el entorno hostil en el que viven. Los datos son poco alentadores en todo el país, pero la situación es mucho más aguda en el norte.
Apúntate aquí a la newsletter semanal de Ideas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.