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La belleza según Susan Sontag: una forma de ascensión social interminable

En la cima están las “estrellas” y parece como si solo ellas tuvieran derecho a romper con el canon. ‘Ideas’ adelanta un extracto de un texto de 1975 de la reconocida pensadora, inédito hasta ahora en español

Unas mujeres se maquillan en un parque en París alrededor de 1930.
Unas mujeres se maquillan en un parque en París alrededor de 1930.Albert Harlingue (Roger Viollet / Getty Images)

Las ideas que parecen más expresivas y ejercen el mayor poder de seducción son en el fondo contradictorias. Una de ellas es la libertad. Otra es la belleza, esa pócima demasiado pesada de tantos consabidos opuestos: lo natural y lo histórico, lo prístino y lo artificial, lo individualizador y lo conformista, incluso lo bello y lo feo.

La belleza, que se supone comprendida (y valorada) por la intuición, se relaciona con lo natural. Sin embargo, queda abrumadoramente claro que la belleza es un hecho histórico. Las diferentes culturas exhiben una asombrosa diversidad de ideas sobre la belleza. Y es entre las sociedades llamadas primitivas, o en todo caso premodernas, donde la belleza se vincula más drásticamente con el artificio. La depilación del vello corporal, la pintura del cuerpo, las cicatrices ornamentales en la piel son algunas de las formas más anodinas del disfraz básico, si bien algunas culturas practican mutilaciones más ambiciosas: labios como platillos, nalgas en voladizo, pies aplastados y similares ideales de belleza que a su vez nos parecen extravagantes y evidentemente feos.

Sin embargo, todos los programas de belleza, aunque parezcan especialmente perversos o tenaces, son intrínsecamente frágiles. El ideal de belleza de toda cultura, ya sea artificial o natural, se verá modificado por el contacto con otra cultura; y, en los casos de expolio cultural, una sociedad puede perder precipitadamente la confianza en sus propios cánones de belleza, como certifican las estadísticas de operaciones de alisamiento de párpados efectuadas en Japón desde la Segunda Guerra Mundial.

Otra paradoja. Siempre se piensa que la belleza “viene dada”. Pero, al mismo tiempo, se entiende que es adquirida. La belleza es algo que es preciso cuidar, que debe vigilarse, que se puede realzar: mediante el ejercicio, la dieta adecuada, las lociones y cremas. Algo que puede, con limitaciones, crearse o fingirse: mediante el maquillaje, la ropa favorecedora. (El último recurso es, por supuesto, la cirugía). La belleza es la materia prima de las artes del embellecimiento, de lo que ha acabado siendo, en nuestra época, la “industria” de la belleza. La belleza se supone un don —que algunas personas nazcan bellas y otras no, se considera una de las injusticias más afrentosas de la naturaleza (o de Dios)—, así como una vía de superación personal. El atractivo físico se tiene por una condición natural de las mujeres, tanto como un objetivo al que deben dedicarse y perseguir con diligencia, a fin de distinguirse de otras mujeres.

Y ello señala incluso otra paradoja. Ser bella nos vuelve singulares, excepcionales. Pero ser bella también supone estar a la altura de un canon o norma (“la moda”). La paradoja queda subsanada en parte cuando se recuerda que la belleza es una de esas ideas —como la verdad, como la libertad— que cobra significado en su permanente contraste (aunque solo sea tácitamente) con una idea antagónica, negativa. Pero sería ingenuo suponer que lo “feo” es el único opuesto que implica lo “bello”. En efecto, según la lógica misma de la moda, lo bello a menudo tiene que parecer —al principio— feo. El opuesto implícito de lo “bello” es más bien lo “común”, lo “vulgar”.

En cuestiones de belleza todos nacemos paletos. Aprendemos lo que es bello, lo cual implica que la belleza puede enseñarse, y se enseña. Pero no es una lección que promueva sentimientos igualitarios. La belleza es un sistema de clases que opera dentro del código sexista: sus despiadados procedimientos de clasificación y su espinoso fomento de los sentimientos de superioridad e inferioridad persisten a pesar de (y acaso debido a) una sorprendente movilidad ascendente y descendente. La belleza es una forma de ascensión social interminable, especialmente ardua por el hecho de que, en nuestra sociedad, los requisitos que confieren acceso a la aristocracia de la belleza cambian constantemente. En la cima de la jerarquía se encuentran las “estrellas”, las cuales monopolizan el derecho a impulsar una nueva idea insolente de la belleza que luego adoptan e imitan muchísimas personas.

Algunos cambios en la idea de belleza no son cambios reales. A menudo, unos cánones de belleza al parecer diferentes celebran de hecho los mismos valores. Cuando la mayoría de los europeos y estadounidenses —entre ellos, las mujeres— trabajaban al aire libre, la piel muy blanca era una condición sine qua non de la belleza femenina. Ahora que la mayoría de la gente trabaja en interiores, lo atractivo es la piel bronceada. El aparente cambio de ideal de belleza oculta la perfecta continuidad del canon. Lo que se aprecia tanto en la palidez como en el bronceado es un color de piel que no se relaciona con el trabajo duro, sino que representa el lujo, el privilegio, el ocio. Otro ejemplo. Un arbitrario cambio de “gusto” no es la causa de que la silueta femenina ideal se haya ido adelgazando paulatinamente (sobre todo en las caderas) durante el último siglo. Como todas las sociedades a lo largo de la historia han estado sometidas al azote de la escasez, de modo que la mayoría de la gente nunca disponía de alimento suficiente, lo rollizo (o incluso la obesidad) solía parecer bello. En la Europa y Norteamérica modernas, inauditamente prósperas, donde por primera vez en la historia la mayoría de la gente se alimenta en exceso, resulta distinguido ser delgado.

Sin embargo, que muchos cánones de lo bello se ciñan a lo que diferencia a los “pocos” de los “muchos” no implica que todas las ideas de belleza en nuestra sociedad sean equivalentes o que no se produzca algún cambio interesante. La belleza, tal como la conocemos, florece según los imperativos de la sociedad de consumo: es decir, crear necesidades que antes no existían.

En las primeras fases del consumismo, cuando solo se capta a un conjunto relativamente reducido de personas, los cánones pueden seguir siendo provocadoramente exigentes, esnobistas. La belleza se vincula a la fragilidad, a lo inaccesible, al glamur y la elegancia. Pero a medida que el número de clientes para esas necesidades aumenta, es inevitable que el canon sea un poco más permisivo. Actualmente los modelos de belleza son menos aristocráticos, menos melancólicos, menos intimidatorios.

Sarah Bernhardt, Greta Garbo, Marlene Dietrich fueron las princesses lointaines más celebradas; y sería difícil sobrevalorar la hipnótica autoridad que sus poses lánguidas y estáticas y sus rostros perfectos ejercieron sobre generaciones enteras. Nada ni remotamente parecido a ese grado de lealtad y sumisión imaginativa despertaron las representantes tardías (demasiado tardías) de su raza: princesas de plástico como Grace Kelly y Catherine Deneuve son, para mi gusto, simplemente demasiado bellas. (En los casos de Deneuve y Kelly, su trayectoria estelar detenida o abandonada indica que ser tan bella es, en nuestra generación, una suerte de desventaja. Un caso límite: la carrera entrecortada de Faye Dunaway por ese problema. Para triunfar como estrella, Dunaway está obligada a pedir papeles que oculten su belleza).

Actualmente las ideas de la belleza son más “naturales”, “saludables” y diversas, las cuales enfatizan más la actividad que la languidez. (Aunque dicha actividad —el cortejo romántico, los deportes, las vacaciones— aún se asocie con el ocio más que con el trabajo). La belleza ya no es ideal, es individualizada. Este cambio causa que los clientes de lo bello presuntamente sientan menos ansiedad al no cumplir unos cánones de exigencia imposible. Pero incluso en su forma relativamente más accesible, ya que los cánones de belleza parecen estar democratizándose, todavía son propagados por las “estrellas”.

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