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‘Cosmetriarcado’: ¿es la guapura el lado feo del patriarcado?

Si te operas, mal. Si eres fea, peor. Sin maquillaje no pareces competente y si te pasas con el lápiz de ojos, tampoco. Mujeres debaten sobre el mito de una belleza inalcanzable que nos aleja de lo esencial: el placer

cosmetriarcado
lambada / Getty
Silvia López

La belleza puede ser subjetiva, pero las matemáticas no. Según el estudio de la app de finanzas Fintonic Belleza y Bienestar 2019, las mujeres españolas invierten en su aspecto físico una media de 89 euros al mes. Si multiplicamos por 12, descubriremos que el gasto anual en productos y tratamientos de belleza y actividades deportivas supera los 1.000 euros al año, una cifra nada desdeñable, encuadrada en los 400.000 millones de euros en los que está valorada la industria en todo el mundo. La belleza (o mejor dicho, la normatividad estética) es un culto cuyas más numerosas y devotas fieles son mujeres. Este es el punto en el que alguno reaccionará con la pregunta retórica, “¿y es que a los hombres no se nos pide estar guapos?”, reivindicando “ni machismo ni feminismo”, como introducción. Sí, Paco, sí. Pero hay una sutil diferencia: “La cosmética masculina (y la publicidad que promete esa belleza corregida) no está enfocada desde el sufrimiento sino desde el hedonismo”, cuenta Nerea Pérez de las Heras, autora de Feminismo para torpes (Martínez Roca).

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“Cuando trabajaba en revistas masculinas tras pasar años en las redacciones de revistas femeninas”, prosigue la periodista, “me sorprendía la diferencia tan grande entre las páginas de belleza de estas publicaciones. Las de ellas están asociadas al esfuerzo y al sacrificio; las de los hombres a la elección, al capricho, al placer… Al igual que recuerdo también que en la prensa femenina se hablaba de nutrición, mientras que en las revistas masculinas se inclinaban por la gastronomía”, prosigue la autora del viral monólogo homónimo.

Belleza, la jaula dorada

En 1990, la biblia de la tercera ola del feminismo ya vaticinaba que en el siglo XXI la industria cosmética empezaría a orientar su radar (también) hacia los compradores masculinos, pero que lo haría desde una invitación al disfrute. Y no era esta la única verdad incómoda contenida en El mito de la belleza, de Naomi Wolf, que acaba de reeditar la editorial Continta me tienes. En esta obra de fondo de biblioteca, la investigadora descubre algunas coincidencias cronológicas interesantes: justo cuando la revolución industrial desveló que las féminas podrían ser una fuerza productiva comparable a la de un hombre, es cuando la belleza se convierte en una forma de tasar su valor (antes, solo entre la nobleza era más deseable una cara bonita que unos brazos fuertes para el trabajo en el campo). Curiosamente, este patrón oro se instaura al mismo tiempo en que despiertan los primeros conatos de reivindicaciones por la igualdad. Y sí, también justo desde entonces se empieza a escuchar la cantinela que aún resuena hoy. “Las mujeres que se quejaban del mito de la belleza era porque tenían algún defecto a nivel personal: eran gordas, feas, incapaces de satisfacer a un hombre o lesbianas”, escribe Wolf.

Hay otras asombrosas sincronías históricas puestas en perspectiva por su célebre libro: “Es también a partir de 1830 cuando otros mitos se convierten en unánimes entonaciones sociales: la infancia que debe ser supervisada por la mujer; la histeria como explicación a cualquier alteración emocional de un ser –la mujer– cuyo estado natural es la serenidad y la comprensión; el encumbramiento de la mujer doméstica como baluarte de la sociedad…”. La Segunda Guerra Mundial y la posguerra complican el cuadro: la mujer debe y/o quiere entrar en el mercado laboral y se vuelve inmune al canto de sirenas del hogar. Lo de ser (exclusivamente) madre y ama de casa pierde su capacidad de atracción, especialmente a partir de los años sesenta y setenta. Y es entonces cuando la industria cosmética en particular y el patriarcado en general se dan cuenta de que es la búsqueda de la belleza la mejor forma de distraer y atar en corto las ambiciones femeninas. “El trabajo inagotable, aunque efímero, en torno a la belleza reemplazó al también inagotable y efímero trabajo doméstico”, prosigue Wolf, para quien la clave de todo este culto estético tiene un objetivo: “La identidad de las mujeres debe apoyarse en la premisa de nuestra belleza, de modo que nos mantendremos siempre vulnerables a la aprobación ajena, dejando expuesto a la intemperie ese órgano vital tan sensible que es el amor propio”.

Según varias investigaciones (recopiladas en un estudio global publicado en la revista 'Frontiers in Psychiatry'), los hombres manifiestan una mayor satisfacción con su aspecto que las mujeres, y ellas vinculan más su amor propio a su aspecto físico.
Según varias investigaciones (recopiladas en un estudio global publicado en la revista 'Frontiers in Psychiatry'), los hombres manifiestan una mayor satisfacción con su aspecto que las mujeres, y ellas vinculan más su amor propio a su aspecto físico.Ilka & Franz (Getty Images)

En la publicidad y en el imaginario colectivo, el ama de casa feliz como definición de la mujer de éxito fue sustituido por “una mujer escuálida y juvenil, flaca, con mucho pecho y poco en común con la naturaleza”, continúa Wolf. ¿El motivo? “Principalmente, desviar la energía y socavar los progresos femeninos”. Las encuestas le dan la razón: según una realizada recientemente por investigadores de la Universidad del Oeste de Inglaterra, en Bristol, el 16% de las féminas sacrificarían un año de su vida por estar delgadas (un 2% incluso llegaría a ceder 10). En esta búsqueda que durará toda la vida, las mujeres tratarán de convertirse en “alguien que por una u otra razón no son ellas”.

Pero lo que la belleza normativa prescribe para nosotras no es solo una apariencia sino, a su vez, una conducta: sumisa, insegura y deseosa de agradar. Y eso significa dinero. La artista visual Raquel Manchado, que ha escrito el prólogo a esta edición del libro de Wolf, lo explica así: “La lucha por alcanzar la normatividad estética, entrar en esos estándares cada vez más imposibles –de eso se trata–, alimenta grandes industrias y nos mantiene obedientes y temerosas de salirnos de la norma. Ese temor y obediencia produce mucho dinero, y genera también mujeres insatisfechas y sumisas, algo que es igualmente rentable. Mermar nuestra autoestima es un buen negocio, porque seguimos saliendo más baratas en el mercado laboral, en el que pediremos menos mejoras”.

La maquinaria de la belleza atrapa a las niñas desde que nacen: “Es muy significativo que esté normalizado agujerearles las orejas, por ejemplo. Es una decisión puramente estética que sirve para diferenciarlas, para marcarlas nada más nacer. Personalmente me pasma que esta costumbre siga vigente”, añade la escritora Pérez de las Heras. El culto a la belleza en las crías empieza a los pocos meses de vida y durará hasta la muerte: “El imperativo más siniestro es el de la eterna juventud”, explica ahora Manchado. “El terror a madurar, vivir y envejecer afecta a todos. Pero lo peor es que las mujeres, desde muy pequeñas, son conscientes de que se devalúan cada día que pasa. Esto hace que cumplir años se convierta en una afrenta, un paso más hacia la invisibilidad. Parece el argumento de una peli de terror psicológico, pero es la realidad de millones de mujeres. Pasa constantemente que cuando fallece una famosa actriz de avanzada edad, en la prensa, en los obituarios, ponen la foto de cuando tenía 20 años”, añade la ilustradora.

Las contradicciones del ‘cosmetriarcado’

Las aparentemente empoderantes cremas anticelulíticas y reafirmantes para quienes se sienten bien consigo mismas son la prueba de que el creciente movimiento body positive no está cambiando mucho las cosas. “La incorporación a la publicidad de cuerpos más diversos y valores supuestamente feministas responde principalmente a que estos argumentos de venta resultan atractivos y por lo tanto rentables. El capitalismo es una máquina de absorber lo que está en los márgenes”, explica Pérez de las Heras.

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Ilka & Franz (Getty Images)

Uno de los aspectos más siniestros del cosmetriarcado (el aprovechamiento de la cosmética para afianzar el patriarcado) es que el bombardeo de imágenes de la “mujer ideal” no solo es constante, sino de mensajes contradictorios. No hay meta más elevada que la de ser bellas, pero cuidado con su forma de alcanzar esa cima. Y hay miles de ejemplos en la prensa: las burlas a las que han sido sometidas Ana Rosa Quintana, María Teresa Fernández de la Vega, Letizia Ortiz y otras tras someterse a retoques estéticos son bastante elocuentes. Y ojo con no intentar encajar: el aspecto físico de Margaret Thatcher, Anna Gabriel o Michelle Obama ha sido igualmente motivo de escarnio. Si se desea descalificar a una mujer poderosa, no hay mejor forma de hacerlo que criticando su físico, tanto si ha tratado de adaptarlo a la normatividad como si no.

De estos sinsentidos también dan cuenta los resultados de varias investigaciones. Solo en los últimos años se ha hecho público un estudio que asegura que una mujer maquillada da impresión de ser más profesional; otro que refleja que llevar un eyeliner (“lápiz de ojos”, en inglés) demasiado marcado nos hace parecer poco competentes; otro en el que la mayoría de los encuestados decía que si una fémina tiene vello (en axilas, rostro, púbico…) es porque presta poca atención a su higiene; en otro se descubre que el 92% de las mujeres reconoce haberse sentido incómoda o avergonzada con su cuerpo en algún momento de su vida.

Así se hacen bien las cosas

¿Significa todo lo anterior que para ser feminista se deba rechazar la industria cosmética? No necesariamente. Ya escribió Wolf que de lo que se trata es de defender el derecho de la mujer a tener el aspecto que desee, en lugar de obedecer a los dictados del mercado y de una industria publicitaria multimillonaria, que, a menudo, recurre a mensajes emancipadores para vender un champú. “Celebro que se hayan dejado otras cosas atrás, como la palabra gordibuena, ese espantoso término que implicaba la existencia de gordimalas. Me encantaría una campaña que cambiara la condescendiente narrativa del ‘todas somos bellas’ por la de ‘¡Soy fea y qué! ¡Soy yo!’. Pero seguro que inauguraría una nueva normatividad de feas: las feibuenas y las feimalas. Lo que hay que hacer es dejar de hablar del aspecto de las mujeres en general. Ni para mal ni para bien”, reflexiona Manchado.

Por su parte, Pérez de las Heras nos recuerda que existen opciones más honestas: “Me viene a la cabeza una web de productos de belleza multimarca, una empresa muy pequeña que se llama Laconicum en la que compro muchas cosas. Te llegan en una bolsa de tela en la que pone ‘La celulitis no se quita’. Básicamente, su estrategia consiste en no tratarte como si fueras idiota, no te venden la cosmética como algo transformador, empoderante e importantísimo, con valores feministas, sino como un autocuidado agradable”. Porque conviene no olvidar que el acto de untarse una crema es, ante todo, un simple y bonito placer.

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