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TRIBUNA
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El sexismo moderno viene de antiguo

La increíble estabilidad de los estereotipos de género a lo largo de miles de años contribuye a explicar las dificultades para avanzar hoy en la igualdad entre hombres y mujeres

El sexismo moderno viene de antiguo. Marta Fraile
enrique flores
Marta Fraile

La medición de la opinión pública respecto a temas de igualdad entre hombres y mujeres no es tarea fácil. Las actitudes de los ciudadanos en relación a este asunto son complejas y multifacéticas, y a menudo plagadas de contradicciones. Los resultados de la encuesta del CIS han generado preocupación por el hecho de que un 44% de los entrevistados hombres declaren estar muy o bastante de acuerdo con la afirmación de que “se ha llegado tan lejos en la promoción de la igualdad de las mujeres” que ahora se les está discriminando a ellos. La cifra es aún más preocupante para el caso de los más jóvenes (entre 16 y 24 años), que asciende hasta un 52%.

La evidencia de dicha encuesta sugiere que nos encontramos en un momento crucial para seguir insistiendo en que ahora, más que nunca, resulta necesario explicar a la ciudadanía que, tal y como muestran los datos más recientes del Instituto Europeo de Género, existen importantes desigualdades objetivas entre hombres y mujeres en dimensiones tan distintas como el trabajo, la economía, el tiempo, la salud o el poder político. Negar dichas desigualdades, como la mencionada encuesta revela, supone un nivel de “sexismo moderno” igualmente preocupante: un 39,5% califica como pequeñas o casi inexistentes “las desigualdades que existen entre hombres y mujeres en nuestro país” con diferencias muy relevantes entre los entrevistados (un 49,4%) y las entrevistadas (un 30%)

En España hombres y mujeres perciben y valoran de forma muy distinta la situación de las mujeres en comparación con la de los hombres. Por lo general, son las mujeres quienes reconocen en mayor medida los obstáculos que deben enfrentar a lo largo de su vida si desean alcanzar las mismas aspiraciones sociales, económicas y políticas que los hombres, ya que son ellas quienes experimentan directamente estos desafíos en su vida cotidiana. Por ejemplo, según la mencionada encuesta, tanto hombres como mujeres reconocen que la situación de las mujeres es peor en temas como los salarios, el acceso a puestos de responsabilidad en las empresas o la conciliación, con porcentajes siempre superiores al 50% del total de los entrevistados hombres y porcentajes aún mayores entre las mujeres. Sin embargo, la percepción entre hombres y mujeres difiere considerablemente en materias como las oportunidades para encontrar empleo o el acceso a puestos de responsabilidad en política. Solo el 37,1% y el 27,2% de hombres, respectivamente (en contraste con el 55,4% y 47,1% de mujeres), reconocen que la situación de las mujeres en esos dos ámbitos es peor.

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¿A qué se debe esa resistencia por parte de los hombres a reconocer las desigualdades de género objetivas que siguen existiendo en nuestras sociedades? Algunas estudiosas argumentamos que esto se debe a la obstinada transmisión cultural de las normas de género de generación en generación. Estas normas persisten gracias a la labor silenciosa y a menudo inconsciente de los estereotipos de género, que son las ideas preconcebidas y simplificadas que a menudo tenemos sobre cómo debe actuar, pensar y sentir la gente según su género.

Para analizar la desigualdad de género en la prehistoria, las arqueólogas utilizan las lesiones permanentes en los restos de dientes causadas por traumatismos, desnutrición o enfermedad, conocidas como hipoplasias lineales del esmalte. Estas lesiones se forman exclusivamente en casos de estrés corporal sostenido, y su presencia proporciona información sobre las peores condiciones de vida de la persona a la que esos dientes pertenecieron. De este modo, las diferencias entre el estado de los dientes de hombres y mujeres en la misma ubicación geográfica indican qué género recibió un tratamiento preferencial en términos de recursos alimentarios y cuidados.

Utilizando registros dentales de más de 10.000 personas de 139 sitios arqueológicos en toda Europa, un grupo de investigadoras ha mostrado que las personas que viven en áreas donde históricamente se favorecía a los hombres (es decir, aquellas zonas en las que el estado dental de las mujeres era significativamente peor que el de los hombres) presentan en la actualidad opiniones y actitudes sesgadas a favor de los hombres en mayor medida que las personas que viven en lugares donde las relaciones de género fueron más igualitarias siglos atrás. La edad media de los esqueletos en este estudio es de alrededor de 1.000 años, remontándose a la era medieval. Resulta especialmente llamativo (y les confieso que bastante desalentador) que los patrones de sesgo de género que prevalecían en esos tiempos tan distantes se reproduzcan en las actitudes contemporáneas.

Dadas las enormes transformaciones sociales, económicas y políticas que han tenido lugar en Europa durante el extenso periodo analizado por el mencionado estudio, como la industrialización, las guerras mundiales o la revolución tecnológica, estos hallazgos sugieren el poder social que tiene la transmisión cultural de las normas de género. Pero hay más; la persistencia de estos sesgos a favor de los hombres a lo largo de los siglos muestra una sola excepción: en lugares que experimentaron una sustitución abrupta y masiva de su población como consecuencia de una pandemia (como, por ejemplo, en las áreas mayormente afectadas por la epidemia de la peste bubónica), la transmisión de estos valores se interrumpió. Las implicaciones de estos resultados son estremecedoras: solo en lugares donde generaciones enteras de ciudadanos desaparecieron de la faz de la tierra debido a una desgracia inesperada se logra revertir el poder de transmisión de los valores tradicionales de género.

La increíble estabilidad de las normas de género a lo largo de no solo cientos, sino miles de años, contribuye a explicar las dificultades para avanzar hacia una igualdad de género real en nuestras sociedades actuales. Pero esto no debería conducirnos al pesimismo ni al determinismo histórico. Sabemos que, a pesar de las inercias institucionales, la voluntad política de cambio también puede ser un poderoso motor de transformación social. Por eso, más que nunca, se requieren ministerios de igualdad en todo el mundo. La existencia de un ministerio de igualdad envía señales a la ciudadanía de la voluntad y la preocupación política para combatir los sesgos de género que han perdurado a lo largo de los siglos. Si no luchamos activamente contra esos sesgos mediante políticas comprometidas y generosas, seguiremos conviviendo con problemas sociales estructurales tan relevantes como la cruel violencia de género que en los últimos 20 años (2003-2023) se ha cobrado un total de 1.238 mujeres en España, lo que implica la macabra cifra de alrededor de 62 mujeres al año por término medio. Cifras que conocemos gracias a la evidencia que precisamente el Ministerio de Igualdad archiva mensualmente en la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género.

Prueben ahora a adivinar cuántos ministerios de igualdad existen en Europa. Sorprende su escasez: solo ocho países europeos cuentan con departamentos cuyos nombres contengan las palabras “mujer” o “desigualdad de género” (Dinamarca, Eslovenia, España, Irlanda, Luxemburgo, Noruega, Reino Unido y Suecia). De ellos, únicamente cinco países (España, Luxemburgo, Noruega, Reino Unido y Suecia) disponen de carteras específicamente destinadas a combatir las desigualdades de género. Las distintas formas de discriminación con sesgo de género que persisten en nuestras sociedades, siendo la violencia su indicador más cruel, conciernen a toda la sociedad en su conjunto, y no exclusivamente a las mujeres. Por esta razón, en la actualidad se requieren gobiernos que promuevan la creación de ministerios de igualdad más que nunca.

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