Puerto Rico no será su gran hotel
La isla se ha ido convirtiendo en un paraíso fiscal y refugio para aficionados a las criptomonedas y personalidades de YouTube con robusto capital y flacas ganas de pagar contribuciones en su país


Después de la quiebra económica, de los huracanes, de los terremotos, de la revuelta popular que sacó a un gobernador y ahora en medio de una pandemia, parecería que había llegado por fin el momento para que Puerto Rico se tomara una pausa de tanta intensidad histórica, cargada de matices tanto locales como globales.
Pero en el Caribe esas pausas son imposibles. Después de todo, ha sido en este lugar del mundo en el que se han ensayado la diversidad de futuros políticos que podían imaginarse. La república con sus dictaduras, la colonia extendida pero esta vez a la americana, el pequeño territorio siempre ocupado e intervenido, la revolución con su bandera comunista alzada siempre aunque ya los vientos la tengan rasgada. Lo que pudo ser y no fue, en el Caribe siempre ha sido. De manera que no es posible pausar cuando habitas el laboratorio vivo de la historia contemporánea que ha sido el Caribe para el mundo. Tampoco puedes procesarlo desde aquí, colectivamente y en comunidad, pues las fronteras de tierra y de agua se hacen inmensas ante tanta intervención de culturas, de idiomas, de pasados que no eran nuestros pero aquí están. Así que la batalla por el paraíso —como le llamó la periodista Naomi Klein en su libro La batalla por el paraíso: Puerto Rico y el capitalismo del desastre— continúa en la isla y no hay tregua posible.
El capítulo más reciente se discute últimamente a raíz del evidente fracaso de la exención contributiva de la Ley 22, un instrumento que se concretó en 2012 y que ofrecía amplias exenciones contributivas a los inversionistas que se conviertan en residentes de Puerto Rico. Había un mínimo de requisitos cuyo cumplimiento ninguna agencia ha fiscalizado adecuadamente en casi 10 años. El impacto en la economía local ha sido mínimo, y ni hablar de la creación de empleos. Así lo documentó una investigación publicada en junio por el Centro de Periodismo Investigativo.
Poco a poco, la isla se ha ido convirtiendo en un nuevo paraíso fiscal y refugio para aficionados a las criptomonedas, personalidades de YouTube y las redes sociales, consultores y todo tipo de persona con robusto capital y flacas ganas de pagar contribuciones en su país.
Parte del “éxito” (entre amplias comillas) del proyecto político que fue el Estado Libre Asociado establecido en 1952 fue el alto precio que pagó el país por ese crecimiento económico, que jamás fue desarrollo. Entre tantas cosas se pagó en vidas, en familias enteras forzadas a migrar a Estados Unidos, porque habría prosperidad pero no alcanzaría para todos. Tras la quiebra y la devastación que dejaron los huracanes en el 2017, la falta de oportunidades, el empobrecimiento acelerado y la imposición de una Junta de Control Fiscal, se le envió alto y claro el mensaje a la juventud —y a cualquiera con ganas de hacer vida en su patria— de que aquí no habría futuro.
Pocos años más tarde, el censo revela el éxito de dicha empresa. De 3.725.789 habitantes en 2010, hoy apenas somos 3.285.874. La acelerada compra de tierras y propiedades por parte de millonarios estadounidenses (principalmente) nos va cerrando el cerco a los que nos hemos quedado. Ya somos menos, muchos menos, pero pareciera que no quieren expulsarnos, sino asegurarse de que nos quedemos. Todo gran hotel requiere de una dócil servidumbre.
Sucede aquí y en todas las Antillas, pero que nadie se confunda, aquí vive gente y nuestra diáspora inmensa también sabe que esta tierra se llama casa. Este pedazo del paraíso no será su gran hotel.
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