La sensación de agotamiento permanente de millones de mujeres como problema de justicia social
La activista afroamericana Tricia Hersey fundó en 2016 un movimiento artístico-cultural que promueve encuentros y siestas colectivas para reflexionar sobre el poder del descanso
Todo parece importante, desbordante, trepidante. Y así andamos, molidos y soñando con una siesta, un momento de solaz que nos retrotrae a la época de nuestros abuelos. Ahora, cada vez más voces proclaman retomar la siesta como un acto casi subversivo contra la noción de movimiento y actividad sin fin. La dictadura digital aspira a decretar los usos de cada uno de los minutos de nuestra vida, pero la biología es tozuda: todos los humanos, sea cual sea su cultura o su ubicación geográfica, sufren a media tarde un declive de su estado de alerta, según el neurocientífico Matthew Walker, autor de Por qué dormimos (Capitán Swing). Y quien ha vivido esa suspensión de la realidad a la luz del mediodía en casa, de pequeño, es probable que lo mantenga si puede, porque la frecuencia con la que las personas duermen la siesta está en parte regulada por sus genes, según un estudio del Massachusetts General Hospital.
El historiador y antropólogo estadounidense Roger Ekirch subraya hasta qué punto la noción de descanso cambió cuando irrumpió la cultura del trabajo. “Con la revolución industrial se empieza a afear la figura de los seres aletargados, se reprueba la idea de descansar y se asocia a la vagancia. Se expande la idea de las bondades de dormir menos, del progreso personal y del progreso social”, explica por videoconferencia. Pero Ekirch es crítico con las miradas que idealizan el pasado. Sus estudios atestiguan que antes el descanso se parecía más a una pesadilla: “Había molestias y dolor por cosas como resfriados o diarreas. Cuando te acostabas a echar un sueñecito tenías que limpiar las mantas de piojos o garrapatas. Y las casas, en general —si tenías la suerte de tener una— eran de pobre construcción y hacía mucho frío o calor”.
La fatiga crea autómatas
Entonces, ahora que muchos tenemos techo, abrigo y comida, ¿por qué no nos permitimos una buena siesta?, se preguntó un día la activista afroamericana Tricia Hersey, harta de andar siempre cansada, como millones de mujeres por todo el mundo. Esa sensación de agotamiento permanente le llevó a investigar la privación de sueño como un problema racial y de justicia social. En 2016, Hersey decidió fundar The Nap Ministry, un movimiento artístico-cultural que promueve encuentros y siestas colectivas para reflexionar sobre el poder del descanso y para combatir la noción de que debemos estar ocupados todas las horas del día. En una entrevista en la revista The Atlantic, Hersey denuncia “el estigma en torno al cuidado de uno mismo, a menos que esté auspiciado por el capitalismo, porque entonces está bien. Si pagas 200 dólares por un tratamiento facial, te estás cuidando. Pero si te estás cuidando a base de dormir, cuidando tu cuerpo, entonces es una vergüenza”. Hersey apunta que vivimos en un sistema tan tóxico que ha conseguido “robarnos no solo nuestro descanso, sino también nuestra intuición”. A muchos les parecerá una boutade que promover la siesta pueda considerarse un acto de resistencia y de transformación, pero, a la luz de estos tiempos hiperproductivos que exacerban las desigualdades sociales, Hersey insiste en la vertiente política del asunto, subrayando un hecho incontestable: la fatiga constante quiebra voluntades y crea autómatas.
Nos merecemos un descanso, llevar a cabo todas esas siestas soñadas, en silencio y en penumbra. Pero si somos incapaces de escaparnos de las fauces de la pantalla digital, podemos acogernos a Napflix, una plataforma de origen barcelonés que emite vídeos infalibles a la hora de sestear: una ceremonia del té en Japón, el Tour de 1992 o un encuentro de sardanas en el Rosselló.
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