Anthony David: “La enfermedad mental todavía es vista como un síntoma de debilidad moral”
El neuropsiquiatra y director del Instituto de Salud Mental del University College de Londres conoce las anomalías de la mente humana. ‘Ideas’ inicia una serie de entrevistas a expertos en nuestro cerebro
¿Qué ocurre en el cerebro de una persona para que acabe convencida de que ya está muerta, y de que los seres queridos que le rodean son en realidad unos impostores? ¿Cómo es posible que una mujer joven en estado vegetativo sea capaz de mantener durante horas una conversación normal cada vez que recibe un electroshock? Anthony David (Glasgow, 56 años) está convencido de que el estudio de los casos más extremos de anomalías psicológicas es el mejor modo de comprender cómo funciona con normalidad nuestro cerebro. Defiende la práctica de la psiquiatría como una combinación “bio-psico-social” de habilidades, porque tan necesario como el diagnóstico mental es entender la biología del ser humano y el entorno que le rodea. El libro El cerebro es más profundo que el mar (editorial Paidós), escrito por este neuropsiquiatra del University College de Londres, analiza varios casos clínicos para ayudar a comprender, desde la compasión y la humildad ante desafíos complejos y a veces irresolubles, la mente humana.
PREGUNTA. ¿Por qué ese enfoque bio-psico-social?
RESPUESTA. Es un planteamiento muy útil que nos recuerda que, en primer lugar, todos somos entidades biológicas, animales que han evolucionado. Y que, a diferencia de otros animales, tenemos pensamientos, sentimientos, y una conciencia de nosotros mismos que nos hacen únicos. A la vez, somos animales sociales que dependen de sus interacciones con otras personas. Y todas estas facetas pueden alterarse, tomar la senda equivocada y alterarnos a nosotros. Nunca podremos explicar a las personas y sus comportamientos si no tenemos en cuenta cada uno de estos elementos.
P. Hay casos obvios de lesiones cerebrales o de enfermedades neurodegenerativas. Resulta más complejo entender que un suceso externo pueda alterar el funcionamiento del cerebro.
R. Por supuesto, y eso es parte de lo que nos convierte en excepcionales como seres humanos. El modo en que la gente nos trata, nuestras experiencias, nuestros recuerdos, pueden afectarnos hasta el punto de alterar el modo en que nuestro cerebro funciona. Hormonas del estrés producidas como respuesta a una situación amenazante o de especial angustia pueden alterar el funcionamiento de nuestro cerebro y cambiar la visión que tenemos del futuro. Por eso la clave está siempre en la interacción entre lo biológico, lo psicológico y lo social. Y no debemos caer en la tentación de simplificar estas cosas. Son muy complejas, y quizá nunca lleguemos a entenderlas del todo. Debemos afrontarlas con humildad.
P. Parece lógico pensar que el trauma sufrido por aquellos que han padecido la covid-19 pueda derivar en trastornos psicológicos. Más misterioso es calcular el daño que la pandemia tendrá en la salud mental de la población en general.
R. Es evidente que va a tener consecuencias sociales y políticas muy amplias. Pueden ser de un doble sentido. Podemos acabar por sentir que formamos parte de una familia global, y que nos tenemos que ayudar los unos a los otros. O puede hacernos más egoístas, volcarnos en la defensa propia y de los nuestros, y contemplar al mundo externo como un agente hostil y peligroso. Esos miedos generales que se han extendido en la atmósfera que nos rodea pueden acabar siendo interiorizados por un individuo y transformarse en una paranoia. Pero puede ocurrir lo contrario. Es como si todos estuviésemos dentro de un congelador y tuviésemos frío y estuviésemos temblando. Son reacciones normales frente a un cambio. Cuando la temperatura vuelve a ser normal, también nosotros volvemos de un modo muy rápido a la normalidad. Nuestra habilidad para adaptarnos a las circunstancias, resistir o cambiar, es muy grande.
P. Y, sin embargo, tanto recurso público destinado a combatir la enfermedad puede acabar restándose a la protección de la salud mental.
R. Si uno compara el dinero público que se gasta en atender a las personas con problemas de salud mental con el que se destina a combatir el cáncer, o las enfermedades coronarias, la diferencia es enorme. Pero si analizas el impacto que determinadas condiciones psiquiátricas pueden tener en la economía, por ejemplo, el tiempo de trabajo perdido por causa de la depresión, su impacto sobre las familias, sobre la educación, sobre el sistema de justicia penal, cuando las cosas se tuercen, llegas a la conclusión de que abordar la salud mental de un modo más serio es una buena inversión.
P. ¿Las enfermedades mentales siguen siendo un estigma?
R. La gente habla más de ello. Hasta la familia real británica ha abrazado la causa, y en ese sentido, logra que millones de personas presten atención. Creo que la enfermedad mental está ahora mucho menos estigmatizada, pero nos sigue quedando un largo camino. Ya lo hemos visto al hablar de la brecha en la financiación pública, y lo mismo pasa en las donaciones filantrópicas. La gente da dinero para combatir la pobreza infantil o el cáncer, pero pocos lo hacen para combatir las enfermedades mentales. De algún modo, todavía son vistas como un síntoma de debilidad moral. Son prejuicios profundos que cuesta superar. Estamos ganando esa batalla, pero todavía nos queda un largo camino por delante.
P. ¿Se puede lograr la felicidad?
R. Podría esquivar la cuestión y decir que la felicidad no es mi especialidad. Uno no acude al médico a mostrarle lo sano que está. Solo vas cuando ocurre algo malo. Pero admito que, si uno no entiende en qué consiste la felicidad o la satisfacción personal, difícilmente va a entender la situación opuesta. No creo, sin embargo, que sea una cuestión médica. Tiene que ver con el viaje vital que cada persona elige. Y en eso no soy experto ni puedo dar consejos. Supongo que, si una persona se siente muy alejada de alcanzar ese estado mental, puede ayudar a que se acerque un poco más. Pero el resto va a depender de uno mismo.
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