¿Por qué los ciudadanos no pueden decidir por su cuenta quién merece qué?
El antiliberalismo cree que los ciudadanos necesitan de Estados y ministerios que impongan lo que cada uno precisa
Cerezas y mentiras, unas de otras tiran”, dice el refrán. Y el antiliberalismo hegemónico, que lleva siglos encadenando ficciones, se regodea ahora con la supuesta trampa de la meritocracia.
Siempre la cereza fundamental a devorar es la misma, a saber, la libertad. Cualquier cereza progresista que escojamos nos conducirá a esa fruta primigenia, capitalista, liberal, y ahora meritocrática, que será menester extirpar en nombre de la igualdad de oportunidades. La mentira perenne es que el paraíso donde cada uno obtendremos lo que realmente nos merecemos (o sea, más) está a nuestro alcance, tan solo a costa de recortar las prebendas de un grupúsculo. Nunca ha sido verdad. Como escribí en este mismo rincón de EL PAÍS, el coste de las políticas antiliberales lo paga la mayoría del pueblo.
El innegable récord de trabajadores víctimas del anticapitalismo real ha impulsado a los intervencionistas más esclarecidos a perpetrar contra el capitalismo el abrazo del oso. Están a favor del capitalismo. Pero no de este.
De ahí que resuciten a Keynes. Hay que salvar el capitalismo, proclaman sus ángeles exterminadores. Porque explota, contamina, discrimina y desiguala. Porque falta una auténtica igualdad de oportunidades.
Si se le ocurre a usted preguntar qué es eso, le contarán el bulo que niega la igualdad liberal, es decir, la igualdad ante la ley, y promulga la igualdad antiliberal, es decir, la igualdad mediante la ley.
Y entonces alguien determinará lo que nos merecemos, pero eso nunca será lo que las personas decidan libremente en la sociedad civil, sino lo que dictamine una élite de políticos, burócratas y grupos de presión.
¿Por qué los ciudadanos no pueden decidir por su cuenta quién merece qué? Porque —venerable cereza fascista y socialista— no son libres. Necesitan Estados y ministerios que impongan lo que cada uno merece.
El abuso es tan flagrante que debe recubrirse de cerezas a cambio de certezas.
Hay dos particularmente gloriosas. Una es que hemos padecido un exceso de liberalismo. Afirma Michael Sandel en su libro contra la meritocracia: “La era de la globalización nada hizo por mejorar la situación de la mayoría de los trabajadores corrientes”. Cientos de millones de trabajadores dejaron atrás la pobreza extrema tras la crisis del comunismo; mientras que “cuatro décadas de fe en el mercado” no lograron que los Estados se redujeran de manera apreciable, como sabe cualquier contribuyente.
El otro camelo, hablando de contribuyentes, es que los Estados pueden subirles los impuestos a las empresas sin que paguen los trabajadores. ¿De verdad creemos que la tasa Google la paga Google? ¿De verdad creemos que, si Amazon paga más impuestos, ello no repercute sobre sus clientes, inversores y empleados?
Se nos asegura que aumentar los impuestos para corregir la meritocracia fallida y promover el bien común y la igualdad de oportunidades es estupendo porque lo recomienda el FMI, “no sospechoso”, cuando jamás ha pedido que bajen. Y se olvida la antigua advertencia liberal: el Estado no puede hacer cosas por la gente sin hacerle cosas a la gente.
Carlos Rodríguez Braun es economista experto en liberalismo. Ha publicado varios libros, entre ellos ‘Hacienda somos todos, cariño’ (Deusto, 2021) y ‘Diez ensayos liberales’ (LID Editorial).
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