Qué puede hacerse ahora
Nuestras capacidades para influir en la vida pública son escasas, pero una está del todo bajo nuestro control: no dejarse llevar por una descalificación general
Si hay algo urgente ahora es no hacer ni decir nada que contribuya en algún grado al envenenamiento de la vida pública o que lo vuelva a uno cómplice de quienes cultivan activamente su toxicidad. Es muy limitado lo que una persona templada, con vocación democrática, con ambiciones de progreso social, puede hacer en estos tiempos, más allá del ámbito de sus tareas privadas. Es difícil saber qué puede cada uno hacer, así que al menos está bien empezar por lo que puede no hacer, a la manera budista o hipocrática, con el propósito en apariencia limitado, pero en el fondo radical, de “no hacer daño”: no añadir un exabrupto, una mentira, una tergiversación más. Nuestras capacidades prácticas de influencia son escasas, pero una de ellas está del todo bajo nuestro control, con un poco de esfuerzo: no rendirse al abatimiento político, que conduce al fatalismo y, por tanto, a la capitulación; no dejarse llevar, en el cacareo incesante de la charlatanería política, y en la farsa y el circo de sus peores personajes, por el impulso de una descalificación general, un encogerse de hombros entre desganado y cínico: “Todos son iguales”.
En una atmósfera de afirmaciones tajantes, de negaciones eliminatorias, uno puede hacer el esfuerzo de no renunciar a los matices, de no volverse cómplice de los juicios de bulto. Incluso al denunciar con justicia el desastre puede uno sin darse cuenta contribuir a agravarlo, complacerse en él de manera enfermiza. Muchos de los políticos son iguales, o muy parecidos entre sí, pero no todos, y se da la circunstancia de que los honrados y eficaces tienden a no llamar la atención. Ningún partido político español está libre de responsabilidad en este espectáculo de miseria y discordia que se vuelve más insoportable según pasan los días y según las condiciones sanitarias y, por tanto, sociales y económicas se vuelven más amenazadoras, aquí y fuera de aquí, en esta Europa que a muchos nos sirve de referencia tranquilizadora, pero que no es menos frágil que nuestro maltratado país, nuestro país siempre en estado de provisionalidad y de incertidumbre, siempre al filo de algo alarmante. Ningún partido político ha estado en este año largo de emergencia a la altura de las circunstancias, y muy pocos dirigentes han dado muestras suficientes de claridad, eficacia, liderazgo; y el Gobierno ha sido con frecuencia confuso y dubitativo, aquejado por la fragilidad de los apoyos que lo mantienen más o menos en pie. Pero la mayor causa de la inestabilidad en la que hemos vivido y vivimos, el motivo de que fuera tan agónica cada renovación del estado de alarma durante los meses peores de la pandemia, y de que su final se acelerase tan atolondradamente, ha sido la actitud irresponsable, destructiva, descarada, de una derecha que se ha lanzado a una especie de hooliganismo trumpista, y que con tal de desgastar al Gobierno ha estado dispuesta a sabotear la continuidad de unas restricciones que todo el mundo —ellos también— sabía que eran imprescindibles para contener la expansión de los contagios y salvar del colapso al sistema sanitario.
Todo pasa muy rápido, y se olvida más rápido aún, pero una de las cosas que debemos no hacer es olvidar esa obstrucción permanente del Partido Popular en conjunción con la extrema derecha y con los amotinados profesionales del independentismo catalán en el Congreso. Caemos con frecuencia en la tentación esencialista de atribuir el encono de nuestras disputas políticas a una especie de maleficio congénito español: pero el gamberrismo jubiloso de nuestra derecha, su complacencia en el daño al contrario, a lo que más se parece es a la deriva extremista del Partido Republicano en Estados Unidos. Es probable que Isabel Díaz Ayuso no lo sepa, pero su desdén hacia las llamadas a la cautela de los epidemiólogos y su prisa por favorecer indiscriminadamente el barullo del consumo recuerdan mucho a las actitudes de esos gobernadores de Estados republicanos que han apresurado la reapertura de los negocios de todo tipo y el descuido de las medidas sanitarias apelando a las libertades personales y denunciando el presunto autoritarismo del Gobierno federal y los denostados “expertos”. Ni en la Cámara de representantes ni en el Senado el Partido Republicano ha aceptado la responsabilidad de apoyar un programa colosal de ayudas para mantener en marcha la economía y asistir en sus necesidades cotidianas y en sus trabajos a las personas más amenazadas por la miseria.
En la renuncia a aceptar la responsabilidad, en el empleo consciente de la agresión verbal, la calumnia y el bulo, la derecha española a lo que se parece es a la americana, no a aquellos modelos franquistas a los que dice enfrentarse en una batalla fantasmal Pablo Iglesias, tan aficionado a la épica de puño alzado de la Tercera Internacional. La derecha, que en otros tiempos se envanecía tanto de su respeto por la buena crianza y por las formas, se ha vuelto bronca y gamberra, sin duda en parte por la influencia de asesores sombríos y especialistas en lo más inmundo de las redes sociales, imitadores españoles de Steve Bannon y del británico Dominic Cummings. Los promotores del circo de la bronca y la mentira buscan fríamente dos cosas complementarias: movilizar a los extremistas, desalentar y disuadir a los templados. Buscan que se cumpla el dictamen terrible del poema de Yeats: que los mejores carezcan de toda convicción, que los peores estén “llenos de apasionada intensidad”. Pero la templanza también puede ser apasionada, y en tiempos tan confusos la racionalidad solo puede prevalecer si se la propaga y se la defiende con un entusiasmo lúcido, con un radicalismo no armado de virulencia sectaria, sino de sentido común y voluntad generosa de mejorar el mundo en beneficio de la inmensa mayoría. Es preciso que nos esforcemos en conocer y en difundir los hechos comprobados con la misma vehemencia con que los manipuladores y los crédulos defienden sus bulos. Es preciso que nos fijemos en el historial de cada uno de estos personajes de la política, en la sustancia y el tono de lo que dicen, en lo que hacen o han hecho. Algo que sabemos con certeza es que, a mayor abstención, mejores resultados electorales obtienen los extremistas. Por algún sitio hay que empezar: la limpieza democrática y la buena administración de las cosas tienen muchas posibilidades de mejorar si el 4 de mayo en Madrid, y más tarde en cada una de las elecciones que se presenten, las personas que aman la decencia se sobreponen a todo su comprensible escepticismo, desgana, abatimiento, hartazgo, y van en masa a votar a quienes no siembren la discordia ni estén manchados de corrupción ni de mentira.
Antonio Muñoz Molina es escritor.
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